lunes, 25 de diciembre de 2017
CAPITULO FINAL
Pedro estaba en la aduana del aeropuerto de Auckland, cuando le llegó el mensaje de Thompson del día anterior, cuando había descubierto que Paula había huido desde la consulta del tocólogo. No había tenido tiempo ni de enfadarse. Sólo estaba asustado. Tenía miedo de que le ocurriera algo a Paula. Oyó la voz de otro hombre en un segundo plano. Por fin, el médico. Pedro se apartó para dejar que se presentara a Paula.
—¿Cómo van los dolores?
—Fatal —respondió Paula con una débil sonrisa antes de cerrar los ojos ante otra contracción.
—Creo que ha llegado el momento de ponerte en la cama para examinarte.
Pedro y Queenie ayudaron a tumbar a Paula en la cama, mientras el médico desaparecía para lavarse las manos y ponerse los guantes. Una vez de vuelta, examinó a Paula y, con una sonrisa, dijo:
—Estás lista.
—¡Pedro! —gritó. En menos de un segundo, Pedro estaba a su lado, y ella le agarró la mano tan fuerte, que se le entumeció. Pero eso era lo de menos, comparado con el milagro del nacimiento de su hijo.
No podía decir si habían sido minutos u horas, pero la sensación al ver salir a su hijo del cuerpo de Paula batía toda descripción. El doctor puso al bebé sobre el vientre de Paula, y Pedro se acercó enseguida para acariciarlo. ¡Su hijo! Un regalo de la vida que nunca pensó que podría tener.
Paula derramó unas lágrimas al mirar a su hijo, pero evitó tocarlo. Volteó la cara, pegando su mejilla al montón de almohadas apiladas tras ella, y cerró los ojos.
—Míralo, Paula. Es perfecto. Tenemos un hijo —dijo con voz emocionada.
—No, llévatelo —su voz temblaba.
—¿Qué? —¿la había oído correctamente?
—Llévatelo. Es tuyo. Ya tienes lo que querías. Llévatelo y vete —dijo en un áspero susurro—. Llévatelo antes de que no pueda soportar dejar que te lo lleves.
El médico y la abuela de Paula se miraron con preocupación.
—Pero bueno, niña. Ésa no es forma de hablar —le regañó su abuela con gentileza—. Míralo. Es precioso.
—No lo quiero. Por favor, lleváoslo —alzó la voz, y el doctor envolvió al niño en una mantita, dirigiéndole a Pedro una mirada confundida. Pedro asintió en respuesta.
—Sáquelo de la habitación. Tenemos que hablar.
El cuerpo de Paula tiritaba, y el médico la cubrió con mantas tras darle el bebé a Nana.
—No dejes que se enfríe. Está en estado de shock. Estaremos junto a la puerta.
Cuando cerraron la puerta a sus espaldas, Pedro se sentó con cuidado en la cama. Paula seguía con la cara contra las almohadas.
—¿Por qué no te lo llevas y te marchas? —Su voz, ahogada por las almohadas, le llegó al alma.
—No me puedo ir sin ti.
—No me necesitas. Ahora ya lo tienes a él. Es lo que querías, ¿no?
—¿De verdad pensabas que iba a agarrar al bebé, darte un cheque y marcharme? ¿Qué clase de hombre crees que soy? No se trata del bebé, Paula. Te quiero a ti, y no me voy a ir de aquí sin ti.
Ella se volvió para mirarlo con una mueca.
—¡No! No puedes hacerme esto. No puedes pedirme más. He hecho todo lo que me has pedido hasta ahora. Vete y déjame.
—Paula, no lo puedes abandonar de esta manera. No te hagas esto a ti misma. No se lo hagas nuestro bebé —a lo mejor funcionaba una táctica de shock, pensó, tratando de agarrarse a todo lo que podía para hacerla reaccionar—. He leído el informe sobre tu madre. Me lo mandaron por fax a los Estados Unidos. ¿No te has preguntado si murió de esa forma porque no podía soportar estar sin ti? ¿No has aprendido nada de su muerte? ¿No te das cuenta? Estás haciendo lo mismo que ella, sólo que ella era demasiado joven y estaba demasiado sola para saber que no tenía por qué ser así. Date una oportunidad. Dale a tu hijo una oportunidad.
—Cómo te atreves a decir eso. No tuvo elección. Yo he elegido —susurró, palideciendo—. Me compadezco de la mujer de la que te enamores, Pedro Alfonso, espero que nunca sepa lo cruel y mezquino que eres —apenas pudo distinguir sus palabras en medio de su llorera.
—Entonces compadécete a ti misma —replicó, tomándole una mano.
—¡No, no me mientas!
—Lo digo en serio, Paula. Te quiero —le retiró el pelo húmedo de la cara—. He sido un tonto. No te conté lo de la investigación porque no quería que tuvieras una excusa para irte. Quería que me desearas, que me necesitaras. Quería ser el hombre en tu vida, aunque traté de convencerme de lo contrario y te traté injustamente. No he sido capaz de reconocerlo hasta hace una semana. Quería hablar contigo antes de que llegara el bebé, pero no podía hacerlo por teléfono. ¿Cómo podía decirte que te quería estando a miles de kilómetros de distancia? Tienes toda la razón para no querer perdonarme.
Ella se quedó callada, taladrándole con la mirada. Pedro aguantó la mirada, conteniendo la respiración.
La había echado de menos física y emocionalmente, de lo
que se había dado cuenta al llegar a los Estados Unidos. Se había sumergido en reuniones y negocios, pero ella no había abandonado su mente en ningún instante. Y en los momentos de tranquilidad, se había preguntado cómo habría sido su día, cómo se sentiría y si le echaba de menos igual que él a ella. Poco a poco, se había ido dando cuenta de que su incentivo para llegar a un acuerdo y volver a casa pronto no era el cercano nacimiento del niño, sino Paula. La deseaba como jamás había deseado a otra mujer. Se avergonzaba de haber tenido que irse a miles de kilómetros de distancia para reconocer que la quería. Y en aquel instante, nada de lo que había conseguido en su carrera o en su vida importaba si no podía convencerla de ello.
—¿Sabes por qué quería tanto tener este bebé? —dijo, agachando la cabeza hasta reposar su frente sobre la suya—. El día de tu cumpleaños descubrí que Carla había terminado su embarazo voluntariamente al principio de nuestro matrimonio. No es una excusa que justifique lo que he hecho, pero cuando tú te quedaste embarazada, vi otra oportunidad ante mí de reemplazar al bebé que ella había dejado morir. No podía dejar que otro hijo mío muriera así, y cuando mencionaste otras opciones en el despacho de Carmen, me enfurecí. Mis temores me hicieron convencerme de que eras como ella, y te hice pasar por meses infernales. En el fondo tenía que haber sabido que no lo eras, que nunca harías algo así.
—¿Abortó? —preguntó Paula, incrédula.
—Sin decirme nada. Y se sometió a una esterilización para asegurarse de que nunca volviera a ocurrir —Pedro se apartó un poco para mirarla a los ojos, aliviado de que la angustia hubiera empezado a desvanecerse y las lágrimas a secarse—. Paula, tienes razón, te he tratado como poco más que una incubadora. Al deshumanizarte no tenía que enfrentarme a mis propios sentimientos e insuficiencias. No pude ayudar a mi primer hijo, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para asegurarme de que no pasara otra vez. ¿Podrás perdonarme algún día? ¿Podrás amarme?
—¿Amarte? Siempre te he amado, Pedro Alfonso. Trabajar contigo y luego vivir contigo y saber que eras inalcanzable me estaba matando. Me sentía tan sola, tan poco deseada y querida. La noche en que hicimos el amor, lo estaba deseando tanto. Hacer el amor contigo me permitió imaginarme que también me deseabas.
—Paula, no hacía falta que te lo imaginaras. Te deseaba más de lo que he deseado a ninguna otra persona en mi vida. Eras tan real, tan generosa, tan hermosa.
—Y tan inapropiada para ti. Cuando te vi con tu familia al día siguiente, supe que jamás podría ser lo suficientemente buena para ti. No tenía ni un pasado ni una familia. Y en la fiesta de la oficina, quedó claro que te encantaban los niños, y yo no podía darte eso. Era imposible debido a mis miedos.
—Ya no hay nada imposible para nosotros. Te quiero, Paula Chaves. ¿Quieres casarte conmigo?
—No hace falta que te cases conmigo. ¿Qué diría tu padre? ¿Y tus hermanos?
—Me dirán que soy tonto por no haberme casado contigo antes de que nuestro hijo viniera al mundo. De hecho, apenas me hablan por lo molestos que están con mi comportamiento. Entonces, ¿tienes una contestación a mi pregunta, mi hermosa Paula?
—Nada me haría más feliz.
—¿Quieres presentarte otra vez a tu hombrecito? —Pedro hizo un gesto con la cabeza, señalando la puerta a través de la cual se oían los llantos del recién nacido—. Algo me dice que está deseando conocer a su mamá.
—¡Por favor! Tráemelo.
Pedro se levantó de la cama y abrió la puerta. Tendió los brazos para sostener a su bebé, lleno de alegría por tener a su adorable retoño en sus brazos. Con cuidado, se lo dio a Paula, y observó emocionado cómo le quitaba la mantita para mirar sus largos deditos y perfectas uñitas antes de achucharlo para darle un beso en la carita.
—Es perfecto, ¿verdad? —dijo con voz maravillada.
—Sí, y tú también. Gracias por el regalo.
—Mi pobre hombrecito necesita un nombre —dijo, mirándole con una sonrisa.
—Qué te parece André, por su tía.
—André —Paula probó a ver cómo sonaba el nombre—. Gracias. A Andrea le habría encantado.
CAPITULO 30
A la mañana siguiente, Paula se despertó con el sonido de las gaviotas y las olas que rompían en la playa. Aunque había dormido profundamente, seguía sintiéndose cansada.
Después de la cena del día anterior, su abuela y ella caminaron al coche juntas, y lo aparcaron junto a la casa.
Luego hablaron hasta altas horas de la madrugada, completando las piezas de una vida de la que habían sido privadas. Pero a pesar ello, Paula no podía culpar a su madre. Era joven y había sido muy inocente al seguir un sueño por el amor de un chico que su padre no aprobaba. El que hubiera mantenido a Paula durante tanto tiempo era un milagro. Y ahora, por fin, Paula tenía un sitio al que pertenecer, alguien suyo a quien amar.
Nana, aunque no conseguía entender por qué su hija jamás pidió ayuda a su familia, estaba increíblemente contenta de que Paula estuviera con ella. Estaba tan ilusionada por el bebé que iba a nacer, que Paula no había tenido el valor de contarle la verdad. Pero tendría que hacerlo ese mismo día. Cuando, por fin, reunió el valor, los ojos de su abuela se llenaron de lágrimas de compasión.
—Pero tú amas a ese tal Pedro Alfonso, ¿no? —preguntó Nana con mirada confusa.
—Sí —no podía negárselo a la persona que se merecía su sinceridad más que nadie.
—¿Lo sabe?
—No, no se lo he dicho.
—Bueno, entonces, quizás deberías pensar en hacerlo.
—Si se lo dijera ahora, pensaría que lo hago para quedarme con el bebé —Paula bajó la mirada—. Yo no quería este bebé. Al menos hasta hace una semana. Con Andrea… y sin conocer a mi familia… tenía tanto miedo.
—Bueno, ahora ya la conoces, y no hay nada malo ente los nuestros, así que tienes que dejar pasar esos temores que no puedes controlar, querida. Tu bebé estará sano, ya lo verás.
—Es demasiado tarde —dijo sin emoción alguna
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo puede ser demasiado tarde? Míranos. Ayer no sabía ni que existías, pero te quiero como si hubiera sido parte de tu vida desde el día en que naciste —argumentó Queenie, apasionada.
—He firmado cediendo a Pedro la custodia. Según el acuerdo, ni siquiera lo veré después de nacer —su voz se quebró en un sollozo cuando la realidad, por fin, caló. Jamás vería a su bebé. Jamás formaría parte de su vida, ni oiría sus primeras palabras, ni vería sus primeros pasos, ni su primer día de colegio. ¿Qué había hecho?
Pensaba que no podía sufrir más de lo que ya había sufrido, pero sentía como si se le desgarrara el alma.
Queenie la abrazó.
—Oh, mi niña. Mi pobre niña. No te preocupes, encontraremos la solución. Ahora tienes una familia. Puede que sólo sea una persona, pero soy tuya, y nos enfrentaremos a esto juntas.
—Es inútil, Nana. El contrato es inquebrantable, se ha asegurado de eso. Es a lo que se dedica —Paula se apartó con cabeza y hombros gachos. La verdad, amarga y cruel ironía, era que quería aquel bebé más de lo que había querido cualquier otra cosa en toda su vida—. No hay nada que podamos hacer.
—Te equivocas, Paula. No puedes rendirte. No te dejaré. No has esperado todo este tiempo para ahora ser una cobarde. Por qué no sales y disfrutas del sol y paseas por la playa antes de que llegue la lluvia. Yo tengo que hacer unas llamadas.
—Te esperaré —Paula no quería quedarse sola con sus pensamientos.
—No, cariño, vete. Cuando termine de hacer esas llamadas, buscaré algunas fotos de Gisela que quizás quieras quedarte.
—Puedo quedarme y ayudarte.
—No, no, querida. Es algo que tengo que hacer yo sola. Ahora corre y ve antes de que empiece a llover. Mis viejos huesos nunca mienten.
De pronto Paula lo entendió. Al conocerla, Nana había conseguido, por fin, algunas respuestas que llevaba buscando desde hacía tiempo y, aunque ninguna de las dos conocería jamás la historia completa, para ella había llegado el momento de hacer las paces con su hija. Y para Paula, el momento de hacer las paces consigo misma y sus decisiones.
La marea estaba baja, y Paula estaba sorprendida por la anchura de la franja de arena firme y húmeda. Resultaba tonificante caminar sobre las caracolas cascadas bajo sus pies. Ojalá su espalda estuviera igual de bien. El persistente dolor del día anterior se había transformado en un fastidioso pinchazo. A lo mejor era por el pronóstico del tiempo, como le ocurría a su abuela. Sonrió suavemente al pensar que tenía una herencia familiar.
A lo lejos, vio una bandada de pájaros que rompía su formación. Sonrió al verlos dando vueltas en el cielo graznando airadamente por haber sido molestados.
Entonces, de repente, la sonrisa se desvaneció de sus labios. Un sonido familiar ahuyentaba a los pájaros en el cielo y sobrecogía desde el corazón de Paula hasta la planta de sus pies. La oscura figura de un helicóptero apareció tras las colinas al final de la playa.
—¡No! —gritó—. Todavía no. Es demasiado pronto.
Se dio la vuelta y empezó a avanzar penosamente por la arena, desesperada por llegar a la casa de su abuela, su santuario. Miró por encima del hombro y vio cómo el Agusta aterrizaba a corta distancia sobre la arena y una familiar silueta bajaba del mismo.
—¡Paula! ¡Espera!
—¡Nooo! —gritó—. Vete. No te quiero aquí. Déjame sola.
Pedro la alcanzó rápidamente y la detuvo.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—¿Cómo puedes preguntarme algo así? ¿Acaso me lo ibas a decir y me ibas a traer de vistita? Yo no lo creo. ¿Cómo pudiste ocultarme algo tan importante? ¡Tenía derecho a saberlo! ¡Oh! —oyó un suave estallido y un chorro de líquido se derramó entre sus piernas.
—¿Has roto aguas? —Pedro la sujetó en brazos—. No te preocupes. Te llevaré al helicóptero. Estaremos de vuelta en Auckland en menos que canta un gallo.
—¡No! ¡Bájame! —Paula se resistió, haciendo que la bajara—. ¡Ahhhh! —Paula le agarró los brazos y gritó al intensificarse el dolor de su espalda y extenderse por toda la cintura hasta su vientre, para luego aliviarse—. No voy a ir a ninguna parte.
—Paula, tenemos que irnos —por primera vez a ojos de Paula, Pedro no tenía el control de la situación. Su grito de dolor había impreso en sus ojos una mirada de terror.
—He esperado toda mi vida para llegar aquí. No me voy a marchar ahora.
—Ya puede ir trayendo a mi nieta de vuelta a la casa, joven —Queenie avanzó hacia ellos con expresión protectora en el rostro.
—¡Nana! Es demasiado pronto. ¿Y si algo va mal?
—Precisamente por eso —intervino Pedro—. Mira, podemos estar en el hospital en Auckland en media hora —Pedro apoyó las manos en las caderas de Paula y la miró directamente a los ojos—. Por favor, Paula. Deja que te lleve.
—No tienes por qué asustarte, cariño —dijo Nana—. Aquí han nacido muchos bebés —luego dirigió una severa mirada a Pedro—. Tráela a casa y haz algo útil. Llama al doctor de mi parte.
—Se viene conmigo a Auckland —Pedro miró alternativamente a una y otra mujer. Estaban hablando de su bebé, ¿y aquella mujer, bueno, la abuela de Paula, esperaba que dejara que Paula tuviera el bebé allí? Estaban locas.
—Ya viene otra vez —Paula volvió a aferrarse a los brazos de Pedro, respirando profundamente durante la contracción.
—No tiene mucho tiempo, señor Alfonso. Las mujeres de nuestra familia son bien rápidas pariendo.
En vista de su testimonio y la rapidez con la que Paula se había puesto de parto, Pedro ya no tenía más que decir. Volvió a levantar a Paula en sus brazos y siguió a su abuela.
Media hora después, volvía de la playa tras decirle al piloto que aterrizara en la zona verde más cercana hasta que lo llamara para llevar a Paula y al niño de vuelta a Auckland. Entró en la habitación de Paula.
—¿Dónde está el maldito doctor? Lo llamé hace siglos.
—No ha sido hace tanto —respondió Paula, con el pelo pegado a la cara por la sudoración—. Ya viene otra. ¡Ahhhh!
—Ven y frótale la espalda así —Nana agarró la mano de Pedro y la presionó contra la espalda de Paula—. No, así no, muchacho. Eso no la aliviará. Firme, así.
Por fin parecía estar haciendo algo bien. Paula estaba sentada en una silla de madera, dándole la espalda, con las piernas a los lados y los brazos apoyados en el respaldo.
Podía sentir cuándo su cuerpo se tensaba con cada espasmo. Y él era el responsable de lo que estaba pasando en esos momentos, y se sentía impotente. Tenía que haberla cuidado mucho más, pensó. Tenía que haber escuchado su voz interior cuando le insistía en que le diera amor.
CAPITULO 29
Paula giró el coche suavemente en otra sinuosa curva. Tenía los nudillos blancos de apretar los dedos alrededor del volante.
Hacía años que no había conducido, y aquella carretera, desde luego, la estaba poniendo a prueba. Bajó los hombros aliviada al alcanzar un corto trecho recto de carretera. A la derecha, en la esquina de una intersección, había una tienda de artículos básicos y comida rápida. Debía de ser el lugar en que tenía que girar. Relajó los dedos y puso el intermitente a la derecha. Pronto dejó atrás la frondosa y verde arboleda, que dio paso a pastizales y alguna que otra casa.
La espalda le estaba matando de estar tanto tiempo sentada, pero tenía demasiado miedo de parar en la carretera y dar un paseo para estirar las piernas. Le había llevado tres horas descifrar el mapa y había tenido que retroceder unas cuantas veces, pero finalmente había llegado.
Sintió un cosquilleo en el estómago al dirigirse por la carretera principal hacia la playa. La carretera se curvaba hacia la izquierda. Había un antiguo puesto de vigilancia en la reserva a la derecha. Paula hizo una mueca al sentir un calambre en una pantorrilla. Tenía que parar y estirar las piernas si no quería quedarse lisiada.
Gracias a Dios, había llegado a su destino y había sitio más que suficiente para aparcar.
A pesar de ser un día soleado, soplaba un fresco viento marítimo.
Inconscientemente, comparó la larga playa que se extendía varios kilómetros de izquierda a derecha con la solitaria playa privada de Pedro. No se parecían en nada. Al igual que ella y Pedro, pensó.
El calambre estaba empeorando. Paula se apeó del coche, y se apoyó en él, estirando los músculos. A pesar de su retraimiento, Pedro se había propuesto masajearle las piernas antes de irse a la cama todas las noches tras descubrir que ayudaba a prevenir los dolorosos calambres que a veces la sacaban de la cama en mitad de la noche. Lo echaba de menos, pero eran mundos aparte, y siempre lo serían. Ella era hija de una adolescente drogadicta que vagaba por las calles, y él estaba acostumbrado a riquezas y privilegios. Una vez naciera el bebé, la abandonaría igual que a una camisa desgastada.
Paula miró a su alrededor, a la reserva y la playa que la bordeaba. El lugar era un mini paraíso incluso en esa época del año. En verano debía de ser magnífico. ¿Por qué se habría marchado su madre? Debía de ser una niña cuando se fue, no más de quince años.
Un grupo de adolescentes salió de la tienda del otro lado de la carretera, riendo y tonteando al cruzar para sentarse en una mesa de la reserva, donde empezaron a comerse las patatas envueltas en periódicos. ¿Habría hecho su madre las mismas cosas con sus amigos? ¿Habría hecho Paula lo mismo si hubiera podido criarse allí?
Era tan injusto. La habían privado de tantas cosas… de una niñez sin preocupaciones, de recuerdos felices, de la sensación de pertenencia.
El pisar el mismo suelo que su madre había pisado hizo que un remolino de preguntas acudiera a su mente. ¿Y si encontraba a su abuela y no quería tener nada que ver con ella? ¿Y si su madre había tenido buenas razones para marcharse? ¿Y si sufría otro rechazo más? Una parte de ella estaba tentada de volver a Auckland y devolver el coche.
Pero no podía marcharse ahora. Necesitaba saber por su propio bienestar.
Sólo necesitaba dar un paseo para aclararse la mente, calmarse y evitar la tentación de tomar el camino fácil. Encontrar la casa de su abuela no sería difícil. No había más de veinte casas a la derecha en la playa, y la foto de la casa que había encontrado en el informe era bastante clara.
Estaba segura de que la reconocería, ya fuera desde la playa o desde la carretera que transcurría paralela a la playa.
Paula agarró su bolsa del asiento delantero, quitó las llaves del coche y lo cerró con llave. Una vez en la playa, se quitó las zapatillas y los calcetines, y los metió en la bolsa. Los pies se le hundían en la suave y fresca arena. Más cerca de la orilla, donde el agua había dejado su rastro de algas y trozos de madera, la arena estaba más firme.
Con el sol poniéndose a sus espaldas, empezó a caminar a lo largo de la orilla, observando las casas una a una. A primera vista, parecía que las tradicionales casas de vacaciones estaban siendo sustituidas por casas palaciegas que podrían haber encajado perfectamente en los codiciados suburbios al este de Auckland. Paula identificó fácilmente la tradicional casa de su abuela. Al caminar hacia la franja de hierba que separaba la playa de las casas, le subió la adrenalina. Su corazón palpitó con fuerza cuando abrió con manos temblorosas la puerta del jardín de la casa. Ese lado de la casa estaba diseñado para disfrutar de las vistas de la playa, y las puertas estaban abiertas. Con decisión, avanzó hasta llegar al porche. Alzó la mano para tocar a la puerta.
Creyó oír un ruido en el interior y se le cortó la respiración, pero nadie acudió. Volvió a golpear la puerta.
—¿Hola? —Un hombre mayor se asomó desde el otro lado de la verja del jardín—. Si busca a Queenie, está de camino de la playa.
—Sí. Gracias.
—Tu cara me resulta conocida. ¿Nos conocemos?
Paula se quedó sin aliento.
—No, nunca he estado aquí antes —enseguida bajó las escaleras del porche y volvió a la playa para buscar con la mirada la silueta de quien, probablemente, era su único familiar vivo. De repente, vio caminar hacia ella a una mujer que era mayor que la de la foto del informe copiada del medallón, pero el parecido era inequívoco.
Incapaz de moverse, hablar o pensar si quiera, dejó caer los zapatos que llevaba en la mano.
—¿Hola? ¿Me buscabas?
«Más tiempo del que pudieras imaginar».
—Sí —dijo temblando, pero con una cálida sonrisa.
Al acercarse la mujer, su rostro desgastado por el sol, el viento y las penas palideció.
—¿Gisela? No puede ser…
Gisela, su madre. No le hacía falta más para tirarse a sus brazos, pero el temor a que la rechazara cuando identificara quién era hizo que se contuviera.
—Lo siento, querida, me he sobresaltado. Te pareces mucho a mi difunta hija. No te preocupes por una vieja carcamal como yo —volvió a sonreír a Paula—. Pareces cansada, querida. ¿Un largo camino? ¿Por qué no vienes y tomas algo conmigo? Soy Queenie Fleming, pero los jóvenes de por aquí me llaman Nana, si lo prefieres.
—Espera, por favor —puso una mano brevemente sobre el brazo de la mujer.
Le parecía irreal.
—¿Voy demasiado deprisa para ti, querida? Oh, mira, has dejado tu calzado en la arena. La marea se las llevará si te descuidas —retrocedió y recogió las zapatillas de Paula—. Ven. Podrás sentarte y tomar algo. Este viento es bien cortante, ¿verdad?
Sin vacilar, Nana enganchó su brazo alrededor de la cintura de Paula y la ayudó a caminar sobre la arena suelta hacia la vieja pero bien conservada casa, alrededor de la cual habían levantado casas más grandes y de moderno diseño arquitectónico.
—Lo llaman progreso, querida —dijo, señalando con un movimiento de mano su casa y las contiguas—. Yo lo llamo vergüenza.
—Lo entiendo. Es un lugar tan bonito.
—Llevo viviendo aquí más de sesenta años. Nací y crecí en la zona. Jamás imaginé que vería a mis vecinos convirtiéndose en gente de ciudad que vienen a pasar el fin de semana a la playa. En fin, hay una cosa que no se puede controlar, y es el tiempo. Cuando yo no esté, seguro que echan abajo esta casa y construyen otra en su lugar. No tengo familia a la que dejársela. Siéntate aquí, querida. Estarás cómoda en esta silla tan firme.
—Gracias —Paula se sentó en una amplia y cómoda silla de mimbre—. ¿Vives sola?
—Sí, sólo quedo yo. Por eso tendrás que consentir a una pobre vieja que no tiene mucha compañía. Tiendo a hablar demasiado cuando tengo la oportunidad de hablar. Mi marido, Ted, murió hace cinco años. Desde entonces esto está un poco solitario —guiñó un ojo y le dio unas palmaditas al vientre de Paula—. Tú no estarás sola por mucho tiempo. Pareces estar a punto de dar a luz en cualquier momento.
—Se supone que en tres semanas.
—Se te va a adelantar, recuerda lo que te digo. ¿Has pensado en nombres? — Nana puso a hervir agua en la tetera eléctrica, rebuscó en un armario y sacó dos tazas, y puso hojas de té en la tetera.
—No, todavía no.
—No te preocupes. Se te ocurrirá algo perfecto en el momento indicado. Mi Gisela sí que lo tenía claro. Y nada podía hacerla cambiar de opinión. Siempre dijo que si tenía una hija, la llamaría Paula —Queenie suspiró con tristeza—. Murió hará veinticuatro años estas Navidades. Todavía no entiendo qué hicimos mal.
—¿Mal? ¿Por qué?
—Éramos mayores cuando ella nació, y supongo que por eso la mimamos demasiado. Al menos Ted decía que yo lo hacía. Él se puso estricto con ella cuando empezó a salir con un joven gamberro de un poco más al norte. La familia era muy respetable, pero el chico, un sinvergüenza. Terminó sentando la cabeza unos años más tarde. En fin, Ted dejó claro que no le gustaba el joven Mateo y le prohibió verle.
Una noche poco más tarde, mi niña se escapó de casa. Iba a cumplir quince años.
Hicimos todo lo que pudimos para encontrarla, pero la policía dijo que algunos niños simplemente no querían ser encontrados. Nunca llegamos a descubrir qué hizo que se marchara. Le rompió el corazón a mi Ted. Jamás volvió a ser el mismo.
Paula se sintió desfallecer y tomó aire.
—Puede que yo lo sepa —la voz le tembló.
—¿Qué lo sabes? ¿Por qué ibas a saberlo? —Nana le dirigió a Paula una confusa sonrisa antes de volverse a retirar el agua hirviendo y llenar la tetera.
—Creo que sé por qué se fue —Paula apretó los dedos fuertemente alrededor de los bordes de la silla—. Soy Paula.
Lentamente, la sorpresa reemplazó la sonrisa en el rostro de la mujer. Su piel palideció y sus ojos se agrandaron de incredulidad. Debía haber sido más cuidadosa, pensó Paula, más considerada con los sentimientos de la anciana. Pero había esperado tanto tiempo, que un sólo segundo más le parecía una eternidad. Queenie se sentó con cuidado en una silla frente a Paula. Abrió y cerró la boca varias veces antes de poder decir una sola palabra.
—¿PPaula?
—Sí —la voz de Paula era apenas un susurro—. Creo que Gisela era mi madre.
Nana se llevó los dedos a la boca en un intento inútil de ahogar el gemido que se le escapó.
—¿Un bebé? ¿Tuvo un bebé? ¿Por eso huyó de casa? —las lágrimas empezaron a caer por sus ajadas mejillas—. ¿Pero cómo pudo hacerle frente sola? Dios mío, ¿por qué no nos lo dijo?
—No lo sé —dijo Paula, sacudiendo la cabeza—. De alguna forma se las apañó para cuidarme hasta que una Nochebuena, el día de mi tercer cumpleaños, me dejó en un lugar donde pudieran encontrarme y cuidarme. Supongo que no sabía qué otra cosa hacer. No recuerdo su rostro, pero recuerdo la melodía que solía cantarme — Paula empezó a tararear la canción que había cantado una y otra vez por las noches para ahuyentar el miedo, hasta que se dio cuenta de que nadie iba a acudir y enterró la melodía en sus recuerdos.
Paró cuando Nana se levantó abruptamente de la silla y salió de la habitación. Volvió segundos después con una caja de música en sus manos.
—Era de mi madre. A Gisela le encantaba —le dio cuerda. A Paula se le puso el vello de punta al oír la melodía. Su melodía. Cuando se acabó, se hizo el silencio.
Paula se levantó de la silla y se arrodilló, abrazando a su abuela por la cintura, con la cabeza sobre su regazo—. Pensé que nunca te encontraría —susurró entrecortadamente, cediendo finalmente a los años de soledad que, por fin, llegaban a su fin.
Su abuela acarició con dedos temblorosos los cabellos oscuros de Paula.
—Me alegro tanto de que lo hicieras, mi niña. Me alegro tanto —dijo, llena de emoción
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