lunes, 25 de diciembre de 2017

CAPITULO 3





Cuando el payaso al que había contratado hizo de nuevo el ridículo, resonaron risas por toda la habitación. Paula ojeó su reloj. Quedaban cinco minutos para que apareciera Santa. 


Ya debería estar allí. A lo mejor tenía problemas con el traje.


Se volvió hacia su asistente, Julieta, una joven callada y casi recién graduada, pero con visos de convertirse en una gran asistente personal con el tiempo.


—Si no estoy de vuelta con el señor Alfonso en cinco minutos, hazle una señal al payaso para que siga un poco más, ¿de acuerdo? Probablemente haya recibido alguna llamada.


En el ascensor, Paula revisó mentalmente el plan para la velada. Todo debía transcurrir como un reloj. Empezó a sentir cierta irritación. Por mucho que simpatizara con la desgana de Pedro por hacer de Santa, se lo debía a los niños. Si había decidido zafarse de aquellos niños ilusionados que había abajo, le diría un par de cosas a la cara, fuera su jefe o no.


Recorrió la distancia entre el ascensor y la oficina en tiempo record, y llamó a la puerta con los nudillos antes de abrir y entrar como una ráfaga. Pero se quedó paralizada, y tuvo que tragarse las palabras de enojo que se habían ido formando en su mente por el camino.


Pedro Alfonso estaba de pie a medio vestir en su oficina. Los pantalones rojo vivo del traje apenas se ajustaban a sus caderas, y parecían amenazar con bajarse si movía un sólo músculo.


«¡Qué Dios se apiade de mí!», pensó Paula, recorriendo con la mirada aquel pecho moreno al desnudo. Era increíble lo que Armani podía esconder bajo sus tejidos, pensó Paula, tratando de esforzarse en mirarle a los ojos, y esperando que el brote de energía que sintió no fuera visible en su rostro. Por su temperatura interior, debía de estar brillando como una baliza.


Inhaló un suspiro, tratando de calmarse. ¿A qué había venido? Ah, sí, Santa.


—Cinco minutos, señor Alfonso.


—Ya lo sé. El maldito traje es demasiado grande. Ayúdame a rellenarlo. Supongo que los niños esperan un Santa entrado en carnes.


—Me imagino que sí —respondió ella, recogiendo varios cojines del sofá de la oficina—. ¿Servirán?


—Muy bien. Aquí —Pedro se metió las manos en los pantalones para abrirlos—. Yo los sostengo, y tú los rellenas.


¿Estaba de broma? Paula vaciló.


—¿A qué esperas?


Por supuesto, él no tenía ni idea del efecto que tenía sobre ella. Para él, no era una mujer con necesidades y deseos, sino una simple asistente personal.


—Supongo que esto es a lo que se refería al decir y ocasionalmente otras funciones según exigencias en la descripción de responsabilidades del puesto de trabajo —dijo para quitar seriedad a la situación. Cuando Paula empezaba a preguntarse por qué demonios habría dicho aquello, de repente, los rabillos de los ojos de Pedro se arrugaron al soltar una carcajada.


—Sí, supongo. Aunque no creo que recursos humanos estuviera pensando en algo como esto.


Paula le devolvió una sonrisa nerviosa, y se forzó a no mirar hacia abajo.


Tratando de controlar el temblor que amenazaba con vibrar por todo su cuerpo, metió con cuidado el primer cojín entre su abdomen y la seda roja.


—No pasa nada, Paula. No muerdo.


Estupendo… se estaba riendo de ella. Bien, pues le demostraría que no estaba asustada. Metió el siguiente cojín apresuradamente, rozando sin querer con los dedos la fina línea de vello que iba desde el ombligo hacia abajo. Al hacerlo, oyó detenerse su respiración, y apartó la mano deprisa al ver cómo se le ponía la piel de gallina.


—Eso debería bastar —¿acababa de oír temblar su voz? Y peor todavía, ¿lo habría oído él?


—Necesito más.


¿Más? Todavía le ardía la mano del fugaz roce con su piel. 


Ella también necesitaba más, aunque lamentablemente sabía que no estaban pensando en la misma cosa.


Mordiéndose el labio inferior, Paula encajó otro cojín en el pantalón. Decidida a no dejarse llevar por sus instintos, por el deseo de rozarle de nuevo con los dedos, le dio una suave palmadita al montículo acolchado. Alcanzó la chaqueta roja y se la tendió. Se permitió el lujo de admirar brevemente su espalda y sus hombros, maravillada por el juego de músculos al contraerse para ponerse la prenda y ceñírsela a la ensanchada cintura. Él agarró el gorro y la barba de su escritorio, y se los puso apresuradamente antes de volverse a mirar a Paula otra vez.


—¿Y bien? ¿Qué tal estoy?


¿Que cómo estaba? Pestañeó, intentando buscar las palabras para describirlo.


Desde luego, no se parecía a los Santa que la habían aterrorizado de niña, haciendo que saliera corriendo con lágrimas en los ojos. A pesar del relleno de la cintura y de la ridícula barba afelpada que ocultaba las líneas de su mandíbula, no podía borrar la imagen medio desnuda de Pedro de su mente.


—Ha olvidado las cejas —consiguió decir finalmente, casi en su habitual tono tranquilo. «Bien hecho», se felicitó a sí misma.


—No tendré que ponerme esas dos cosas blancas que parecen orugas, ¿no?


—Claro que sí. Si no, no sería Santa.


Paula apretó y relajó los dedos en un vano intento por dominar el temblor que amenazaba con revelar sus nervios antes de despegar las cejas del papel protector. Se adelantó para pegarlas sobre sus ojos. Al mismo tiempo, él inclinó ligeramente la cabeza para ayudar y, de repente, sus labios se encontraron al mismo nivel. No tenía más que dar un diminuto paso para posar sus labios sobre los suyos. Para dar vida a los sueños que la asediaban por las noches, haciendo que se despertara con las sábanas enredadas y llena de un deseo que no podía apaciguar.


Enseguida sofocó sus desenfrenados pensamientos y se concentró en las cejas postizas. Si cedía a sus deseos, podía quedarse sin empleo, y eso era algo que no podía permitirse, y menos teniendo en cuenta los gastos médicos de Andrea. Una vez terminada la labor, se apartó a una distancia prudente para no dejarse llevar por sus impulsos.


—Está estupendo —dijo dulcemente.


—Bien, eso es lo que importa. Vamos.


Caminaron en silencio hacia la cafetería del octavo piso.


—Espere aquí —le dijo Paula delante de la cafetería. Trató de ignorar la sensación de calor que sintió a través del tejido rojo del traje al ponerle una mano sobre el brazo—. Primero tengo que anunciarlo.


¿Era su imaginación, o Pedro se había puesto pálido de verdad? ¿Estaba asustado? Bajo la barba, pudo distinguir finas líneas de tensión alrededor de sus labios, y sintió el impulso de tranquilizarlo.


—Todo irá bien —murmuró suavemente—. A los niños les encantará.


—Te quedas, ¿no?


No tenía pensado quedarse a ver esa parte del evento. La visión de una hilera de niños haciendo cola para sentarse con Santa todavía le causaba pavor.


—En realidad tengo que ocuparme de otras cosas. Estaré de vuelta antes de que termine la fiesta.


—Quédate.


Pedro no tenía ni idea de cuál era su problema, pero ¿por qué iba a tenerla? A todo el mundo le encantaban las Navidades. Para Paula, su vida empezó el día que cumplió
dieciocho años y se independizó del control del estado.


—¿Paula?


Tenía los dientes tan apretados, que le sorprendió que no se le rompieran. No podía explicarle su problema. Algunas cosas siempre se mantenían en secreto.


Asintió brevemente.


—A por ello.









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