lunes, 25 de diciembre de 2017

CAPITULO 14





—¿Sí? —dijo al entrar.


—Entra y cierra la puerta.


Hizo lo que le ordenó, tratando de evitar mirar hacia la mesa.


Jamás sería capaz de volver a entrar allí sin verlos a los dos, en el reflejo del cristal, como había ocurrido aquella noche hacía ya unas semanas.


—Siéntate.


—Prefiero quedarme de pie. Será sólo un minuto, ¿no?


—Depende.


—¿Depende? ¿De qué?


Pedro se acercó y, con una mano en su hombro, la llevó hacia el sofá.


—Siéntate.


Se sentó al borde del sofá. Pedro notó lo nerviosa que estaba. ¿Qué ocultaba?


Había intentado contactar con ella varias veces a lo largo de las vacaciones, pero no había respondido al teléfono de casa. También había pasado por su casa, pero ella no había acudido a la puerta. Decidió que lo mejor era ir al grano.


—¿Qué te pasa? ¿Estás embarazada?


—¡No! —Se puso en pie, tambaleándose a consecuencia del repentino movimiento. Pero Pedro hizo que se sentara de nuevo, y se sentó a su lado.


La mayoría de la gente volvía bronceada y descansada de las vacaciones. Sin embargo, la piel de Paula, normalmente iluminada con un cálido brillo que nada tenía que ver con el sol, estaba pálida y apagada, y oscuras sombras marcaban sus ojos.


—¿Estás segura? ¿Has ido a ver a algún médico?


—Claro que estoy segura. Jamás cometería un error con una cosa así. ¡Jamás! — Su vehemente respuesta le echó para atrás.


Se levantó del sillón y fue a llenar un vaso de agua de la jarra de cristal que había sobre la mesa auxiliar de época pegada a la pared. Sus dedos rozaron los de Paula al darle el vaso, lo cual le causó una descarga eléctrica en el brazo. 


Las semanas apartados no habían apagado su deseo por ella, en todo caso lo habían intensificado.


—Entonces, ¿qué ocurre? —insistió—. En los tres años que has trabajado conmigo jamás te has enfermado.


—No me ha sentado bien algo que he comido esta semana. Eso es todo.


—¿Llevas encontrándote mal una semana?


—Sólo un par de días. Seguro que se me pasa pronto.


—Tómate el día libre mañana.


—No hace falta, es un simple malestar de estómago. Y ahora, si eso era todo lo que querías de mí… —Paula se levantó, más despacio que antes, y se dirigió hacia la puerta.


—Cena conmigo.


Ella se detuvo y se volvió.


—¿Perdón?


Se acercó a ella.


—Cena conmigo. Sé que apenas has comido en todo el día y debes de estar muerta de hambre. Algo sencillo, ¿vale?


El estómago de Paula rugió en respuesta. Hizo una mueca y se llevó la mano al abdomen, movimiento que captó la atención de Pedro. Rápidamente, Paula dejó caer el brazo… no ayudaría darle más ideas ridículas.


—Tengo que irme si no quiero perder el autobús.


—Maldita sea, Paula. Yo te acercaré a casa. ¿Qué clase de hombre crees que soy? ¡No te estoy diciendo que te acuestes conmigo! —Aunque el mencionarlo le traía vivos recuerdos de ambos reflejados en el cristal. Aguantó la respiración, en espera de su respuesta. Desde aquella noche en la oficina, había deseado más de Paula, y no bastaba con que estuviera trabajando en la habitación contigua todo el día. La quería a su lado, en su cama.


—De acuerdo.


—Bien. Entonces, vamos.


A esa hora de la tarde, el tráfico en la costa de Auckland era ligero. Cientos de paseantes y familias con bicicletas estaban todavía disfrutando de la cálida tarde veraniega a pesar de que la noche ya se estaba cerniendo sobre la ciudad. Pedro aparcó el coche en un parking frente a la playa de Mission Bay.


—Vamos a pasear por la playa antes de cenar —sugirió, y llevó a Paula de la mano.


Era una tarde espléndida. Los últimos rayos del sol teñían el cielo de rojo y naranja, reflejándose en el agua. Las gaviotas daban vueltas en el cielo, emitiendo estridentes sonidos antes de abalanzarse sobre los restos de comida más cercanos.


Junto al muro del paseo marino, gordas palomas arrullaban. 


Poco a poco, Paula empezó a relajarse y a sentirse mejor.


El aire fresco y el suave ejercicio parecían haberle sentado bien y, cuando cruzaron la calle hacia el lado de los restaurantes, su apetito se había multiplicado por cuatro.


—¿Qué te parece un italiano? Si quieres, nos podemos sentar en la terraza.


—Me parece estupendo, gracias —sin darse cuenta, le había dado la oportunidad de evitar los aromas que impregnaban el interior del restaurante.


Afuera, la suave brisa marina garantizaría que su sensible estómago no reaccionara.


O tenían mucha suerte, o Paula había engatusado al camarero porque, a pesar de lo concurrido del lugar, consiguieron una mesa para dos de inmediato.


—¿Vino tinto o blanco? —preguntó Pedro mientras leía la carta de vinos.


Sus papilas del gusto se agriaron con sólo pensar en el vino.


—Hoy me voy a contentar con agua.


—Buena idea, yo también. Tomaremos dos de éstos —dijo, apuntando el agua embotellada en la lisa de bebidas, y le devolvió al camarero la carta de vinos.


—¿Vienes mucho por aquí? —Paula rompió el silencio creado entre ellos.


—Se supone que soy yo el que debe decir eso —Pedro se rió de forma espontánea, aligerando el espíritu de Paula—. Hace tiempo que no vengo, pero la comida siempre es buena. ¿Qué te apetece? —Le echó una mirada por encima de su menú—. El pescado tiene buena pinta. Si todavía tienes el estómago un poco débil, puede que eso sea lo suficientemente ligero.


Ella suspiró con alivio.


—Sí, me parece estupendo. Tomaré el pescado al vapor y una ensalada.


El camarero reapareció para tomar sus órdenes. Pedro pidió scaloppini.


—Solías trabajar en el grupo de mecanografía, ¿verdad? —La pregunta, que no venía a cuento, la desconcertó.


—Sí —respondió cautelosamente.


—Eras una jovencita de lo más seria.


Sorprendida de que hubiera notado su presencia por aquel entonces, Paula simplemente asintió. Pedro deslizó un dedo por la superficie de su copa, en cuya superficie se había condensado el agua fresca. Paula no pudo apartar su mirada del trayecto que dibujaba su dedo, ni beber un sólo sorbo de agua para aliviar la repentina sequedad de garganta.


—¿Por qué decidiste hacerte asistente personal? Pensaba que irías a la universidad. Quizás a estudiar Derecho.


Por inocente que fuera su comentario, Paula inmediatamente cerró las puertas.


Si no compartía nada, podía evitar ser objeto de ridículo o, peor, de lástima. Mientras una parte de ella anhelaba poder contarle a Pedro más cosas de su pasado, otra, había definido sus barreras hacía mucho tiempo, y no podía cruzarlas.


—Lo consideré —admitió, empujando un trozo de pescado con el tenedor alrededor del plato—, pero decidí que era mejor conseguir un trabajo para empezar a ganar dinero de inmediato —en realidad, habría dado lo que fuera por poder conseguir un título en la universidad de Auckland, pero no tenía padres que pudieran complementar las becas estudiantiles. Si quería llegar a buen puerto en su vida, tenía que hacerlo por sí misma, como había ocurrido desde que su madre la abandonara.


—¿Tan importante es para ti el dinero que renunciarías a hacer algo que realmente quisieras?


Sus planes de ahorrar dinero para hacer lo que realmente quería, empezar a investigar quién era y de dónde venía, se habían paralizado con el inicio de la etapa avanzada de la enfermedad de Andrea, cuando Paula decidió asumir la
responsabilidad financiera del cuidado de Andrea. Le debía eso y más a su hermana de leche. Andrea había sido la única persona que jamás la había abandonado, y quien la había obligado a analizar seriamente lo que se había convertido en un comportamiento autodestructivo. Le debía su vida, su mera existencia. Cuidar de ella el tiempo que viviera era algo a lo que Paula se sentía obligada tanto por amor como por honor.


—No puedes negar que el dinero sea importante. No hay más que ver a tu propia familia —trató de desviar la atención centrada en ella—. He oído historias de lo duro que trabajaba tu padre cuando aún eras sólo un niño. No se crea una empresa como Alfonso sin trabajo duro. Y él jamás consiguió ningún título.


—Cierto. Pero fue a costa de mucho más que dinero. Fue un completo extraño durante toda nuestra infancia. Cuando murió nuestra madre, fue como si él también hubiera muerto con ella por lo poco que le veíamos. Créeme, Paula, el dinero no lo es todo.


—Y eso lo dice un hombre que lo tiene todo —Paula no pudo reprimir las palabras de amargura, aunque deseó no haberlas dicho al ver la tensa expresión de su cara.


—No todo, Paula. Algunas cosas no se pueden comprar.


—Lo siento. No debí decir eso.


—Vamos, se está haciendo tarde, y parece como si hubieras estado boxeado. Te llevaré a casa.








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