lunes, 25 de diciembre de 2017

CAPITULO 2




Si Paula Chaves recibía otra flor de Pascua envuelta en tela de cuadros, iba a gritar.


¿Y qué si su cumpleaños caía en Nochebuena? Estaba acostumbrada, pues era el mismo día todos los años. ¿Por qué, entonces, se sentía diferente ese año? Vacía. Sola.


Parpadeó para ahuyentar las lágrimas que escocían sus ojos. «Sé fuerte», se dijo para sus adentros. La autocompasión no era su estilo. La supervivencia, costara lo que costara, siempre era su lema.


Al menos sus compañeros se habían acordado de que era su cumpleaños, y no sólo el último día de trabajo antes de las vacaciones de Navidad. Enderezó los hombros y, con la planta pegada a su pecho, esbozó una sonrisa.


—La flor de Pascua es preciosa, gracias de todo corazón —gracias a Dios las palabras sonaron bien, con el adecuado nivel de entusiasmo.


—¿Nos vemos esta noche en la fiesta, Paula? —preguntó una de las chicas.


—Sí, allí estaré —confirmó.


Alguien tenía que encargarse de que la fiesta anual discurriera sin problemas, de apartar discretamente a los extremadamente ebrios y meterlos en taxis, y de solventar las roturas y las manchas de vino. Por tercer año consecutivo ella era ese alguien.


Le encantaba su trabajo, y era muy buena desempeñándolo. 


Bueno, mejor que buena. Era la mejor. Y por eso había llegado a asistente personal ejecutiva de Pedro Alfonso, el director del departamento legal.


Un pitido procedente de la zona del ascensor al final del pasillo anunció la alta e imponente figura que avanzaba por el pasillo enmoquetado, e hizo que un pequeño grupo de mujeres corrieran hacia sus respectivos lugares de trabajo. 


Paula puso la flor de Pascua de suntuosas hojas rojas sobre la mesa supletoria detrás de su escritorio, junto a la que le habían enviado del departamento financiero y las dos de seguridad y personal. Se mordió el labio inferior. ¿Cómo demonios iba a llevárselas en el autobús?


—Buenos días, Paula —su voz, sonora y profunda, hizo que se le erizara el pelo en la nuca.


Desde el día en que la había entrevistado para el puesto de asistente personal, había experimentado la misma reacción inmediata, aunque había aprendido a ocultarla. Había dejado de preguntarse por qué le alteraba su presencia, y había aprendido a ponerse a hacer su trabajo con seriedad, enmascarando el brote de calor que se extendía por su cuerpo. Algunas personas no creían en el amor a primera vista, pero Paula sabía por propia experiencia que ocurría.


Apretó los dientes para, a continuación, liberar la tensión que agarrotaba sus músculos, y se dio la vuelta para mirarlo, segura de que él jamás había tenido ni el más mínimo indicio de los pensamientos que cruzaban por su mente o del efecto que tenía en todos sus sentidos.


—El señor Tanaka de la oficina de Tokio ha llamado en relación a las negociaciones. Parecía nervioso.


—Debe de estarlo —dijo sin desacelerar el paso—. Son las cinco y media de la mañana allí. Pónmelo al teléfono.


Por un momento, Paula se permitió el lujo de inhalar la esencia de su fresca y cara colonia. Sacudió mentalmente la cabeza y levantó el auricular del teléfono para marcar el número de Japón y pasarle la llamada a Pedro. Luego se levantó para cerrar las puertas de su despacho. Absorbido en la conversación en un impecable japonés, él no prestó atención.


Paula suspiró. Amor a primera vista o no, Pedro no parecía consciente de ello.


Recién divorciado de su esposa de alta sociedad cuando Paula empezó a trabajar para él, cualquier mujer, ella incluida, era invisible a sus ojos. Ella era simplemente una máquina fiable.


Segura de que la llamada al señor Tanaka le tendría entretenido un buen rato, Paula revisó por última vez los detalles de la fiesta navideña infantil y la de los empleados. Ese año se había superado a sí misma. Había transformado la cafetería en una impresionante gruta navideña y, a las seis y media, Pedro aparecería disfrazado de Santa Claus.


Una sonrisa se dibujó en sus labios al ver el traje rojo colgado del antiguo perchero de metal. El señor Alfonso padre había insistido en que Pedro hiciera de Santa con la excusa de que la artritis de su rodilla se lo ponía difícil a él y que era importante que alguien de la familia lo encarnara. 


Pedro había protestado, pero una vez su padre había tomado aquella decisión, no había vuelta atrás, y menos aún por parte de su hijo menor.


—Diablos —una profunda voz a sus espaldas hizo que girara la silla—. No esperará que me ponga eso, ¿no?


—Creo que será un Santa maravilloso, señor Alfonso.


El disgusto era evidente en su expresión facial. Le dio una grabadora y un montón de papeles.


—Transcríbeme esto enseguida. Ah, y antes de hacerlo, asegúrate de que la sala de juntas está libre y dile al equipo que hemos de reunimos allí en media hora.


—¿Problemas? —preguntó Paula, cambiando mentalmente sus citas para dejarle el resto de la mañana libre. Si quería convocar a todo el equipo jurídico, debía de tratarse de algo serio.


—Nada que no tenga solución, aunque llega en mal momento —dirigió una mirada ceñuda al traje de Santa que colgaba de la percha—. ¿Crees que…?


—No permitirá que se escabulla —dijo, sacudiendo la cabeza con compasión.


—No —Pedro dejó salir un suspiro y se pasó una mano por su cabello perfectamente cortado y peinado, descolocando algunos mechones.


Paula volvió a sonreír. Todo aquel asunto de Santa había descolocado al normalmente tranquilo y sofisticado Pedro Alfonso, un hombre al que había visto enfrentarse a batallones de abogados de todas partes del mundo por acuerdos inmobiliarios.


Jamás se había imaginado que la idea de tener una procesión de niños haciendo cola para sentarse sobre sus rodillas pudiera causar tal nerviosismo en él. ¿Pero quién
era ella para juzgarle? Los niños también la ponían nerviosa a ella y, a diferencia de muchas de sus semejantes, Paula había detenido su reloj biológico a los veintiséis años. No tendría hijos a menos que encontrara ciertas respuestas sobre su pasado.


Odiaba esa época del año. La alegría de las fiestas servía para recordarle todo lo que ella no tenía, ni había tenido nunca. Saber que había asegurado la diversión de sus compañeros en la fiesta de aquella noche, normalmente le bastaba para mantenerse a flote en medio del horrible y deprimente vacío de las vacaciones, hasta poder enterrar la cabeza de nuevo en el trabajo.


Paula suspiro de nuevo y se centró en la tarea que tenía entre manos.




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