lunes, 25 de diciembre de 2017
CAPITULO 7
—Siempre resulta extraño quedarse cuando todo el mundo se ha ido a casa — Paula sacó el portatrajes y el bolso del armario de su oficina.
—Sí —replicó Pedro, apoyado en la pared y con las manos en los bolsillos.
Paula se volvió sorprendida por el tono de su voz. Pedro estaba mirándola fijamente, sin parpadear. Su ardiente mirada la ponía nerviosa.
—Sobre mañana…
—Pasaré a recogerte. Necesito tu dirección —se apartó de la pared y se acercó a ella.
La mezcla del aroma de su colonia y su esencia varonil se filtró por las fosas nasales de Paula, que se ensancharon de forma involuntaria, tratando de inhalar más profundamente. Al darse cuenta, rectificó inmediatamente y pasó a inhalar por la boca con una respiración corta y poco profunda. Una cosa era estar enamorada de tu jefe, pero otra muy distinta pensar que él pudiera estar interesado también.
—No será necesario. Llamaré a su padre por la mañana y me excusaré. No hay ninguna necesidad de que me cuele en la celebración en familia de un día especial.
—Tonterías, vienes conmigo —Pedro se dirigió hacia su oficina, aflojándose la corbata para, a continuación, dejarla caer sobre el sillón que había pegado a la pared—. Y hablando de días especiales, ¿cómo es que nunca me dijo que era su cumpleaños?
¿Lo sabía?
—No es nada importante.
—Todos los cumpleaños son importantes. Además, tengo algo para ti. Ven un momento.
El corazón de Paula empezó a palpitar. ¿Le había traído un regalo? Depositó sus cosas con cuidado sobre su mesa y fue a la oficina de Pedro. La puerta se cerró tras ella con suavidad, y vio a Pedro con un bulto envuelto en papel celofán entre las manos.
—Hoy he notado lo mucho que te gustan estas cosas, pero quería regalarte algo un poco diferente. Aquí tienes, feliz cumpleaños.
Pedro se adelantó y le puso el árbol de Pascua blanco en las manos. Por un momento, Paula no supo si reír o llorar, hasta que las lágrimas invadieron sus ojos.
Parpadeó, con la cabeza agachada y sin atreverse a hablar.
No quería derrumbarse delante de él.
—Es muy bonito, señor Alfonso. Gracias.
—Oye, pensaba que habíamos quedado en que me llamarías Pedro —dijo, levantándole la barbilla con un dedo.
Paula volvió a parpadear, pero esa vez no consiguió contenerse, y un lagrimón se desprendió de sus pestañas y rodó por su mejilla hasta la comisura de sus labios.
—¿Lágrimas, Paula? —dijo, entornando los ojos.
Ella giró la cabeza para evitar la ternura de sus dedos y la compasión de su mirada. Ya había experimentado suficiente compasión en la vida, y no podía soportar mirarle a los ojos y recibir más todavía de él. Tragó saliva, tratando de recuperar la suficiente rabia para seguir con la farsa.
—No es nada, sólo un dolor de cabeza —el papel celofán crujió entre sus manos por su laboriosa respiración.
Pedro se adelantó y le quitó la planta de las manos.
—A mí no me parece que no sea nada —puso la planta sobre la mesa de su despacho, se dio la vuelta, y tomó las manos de Paula entre las suyas, atrayéndola hacia él hasta que sus pechos rozaron el suave tejido de su traje. Bajo la tela de su vestido, Paula sintió endurecerse sus pezones. Su reacción ante la proximidad de Pedro no pasó desapercibida.
Las pupilas de Pedro se dilataron haciendo que el iris casi desapareciera, y su mirada brilló con ardor.
Por una fracción de segundo, Paula se permitió soñar que a lo mejor la deseaba, que a lo mejor correspondía a su amor. Pero entonces, volvió a razonar. Amor, ¡ja! Él no la quería. La compadecía. ¿Por qué otra razón podía estar allí, pegada a su pecho, sintiendo su respiración? No podía permitirse desear más de lo que le correspondía.
Se apartó de él.
—Tengo que irme. Gracias por la planta —volvió a tomar la planta de su escritorio, y giró sobre sus talones para marcharse. Tres semanas alejada del trabajo y de Pedro Alfonso iban a ser una bendición. Quería poner tierra de por medio. Sin embargo, una pequeña parte de ella susurraba: «Mentirosa. Lo deseas».
—¿Paula? —Él la agarró por el codo, haciéndola girar.
Tratando de evitar el contacto visual, Paula desvió la mirada hacia las brillantes luces de la ciudad en el horizonte. Él volvió a secar otra lágrima de su mejilla con el dorso de la mano. El tacto volvió a encender las llamas de su deseo, un deseo que se esforzaba por contener. Pero si la vida le había enseñado algo, era a cómo ser fuerte, a aferrarse a lo que uno deseaba y no arrepentirse, pues era de débiles. Y en esos momentos deseaba a Pedro Alfonso más que nada.
La planta cayó sobre la mullida alfombra, el impacto apenas perceptible al oído.
Sólo se oyó el crujir del celofán al rodar sobre el suelo, dejando caer un poco de tierra sobre la prístina superficie de lana gris. Paula rodeó el cuello de Pedro con sus manos y lo atrajo hacia ella al tiempo que entreabría los labios.
Pedro sintió una sacudida de deseo. Hacía años que no se había sentido así, o que se había permitido sentir algo así.
Aquella noche, Paula había desempolvado algo que había enterrado en una cápsula de hielo desde que su ex mujer había acabado con su deseo y su confianza. Ahora empezaba a descongelarse. Ladeó la cabeza para saborearla más profundamente y tomar el control. Era lo que mejor se le daba, y su cuerpo llevaba adormecido demasiado tiempo. Exploró el interior de los labios de Paula con la lengua, rodeando su cintura con los brazos, y empujando las caderas contra las suyas. Gruñó al sentir el calor de su cuerpo, que inmediatamente prendió un ardiente deseo en él que resultaba casi doloroso.
Luego le acarició la espalda, empujándola contra él hasta sentir sus pechos.
Siguió recorriendo su espalda con la mano hasta llegar a la nuca, donde pequeños mechones de pelo sueltos llevaban toda la velada despertando su deseo de acariciarlos y descubrir su suavidad. Dejó atrás sus labios para saborear la piel de su cuello.
Ella jadeó al sentir su lengua recorrer la línea de su cabello.
Pero deseaba más, mucho más. Deseaba acariciar, ver, explorar…
—No te muevas —le dijo con voz ronca y grave. La rodeó, colocándose tras ella.
Con las manos bajo los tirantes del vestido, deslizó la tela sobre los hombros. En el reflejo de las ventanas tintadas de su oficina, observó maravillado las líneas de su
escote y el toque etéreo que le proporcionaban las sombras de la tenue luz de la oficina a su piel acaramelada—. Levanta los brazos —dijo, y el vestido cayó un poco más. Un gruñido de aprobación se escapó de sus labios al descubrir completamente sus pechos—. Precioso —murmuró.
Paula sintió su cálido aliento sobre la nuca. En la imagen reflejada en el cristal observó las manos de Pedro rodeando sus pechos y acariciando con los pulgares sus pezones doloridos. Sintió tensarse su cuerpo y temblar sus rodillas al tiempo que sentía humedecerse su ropa interior entre las piernas. Suspiró profundamente cuando Pedro le dio un suave mordisco bajo la oreja. La sensación de placer y dolor
simultáneo que los dientes dejaron en su piel era nueva, y profundamente adictiva.
Cuando sus manos liberaron sus pechos, ella ahogó un gemido. Deseaba más con una desesperación desconocida para ella, incluso cuando de niña deseaba tener una familia propia a la que poder pertenecer. Quizás no fuera a pertenecer a Pedro Alfonso para siempre, pero al menos sí por el momento.
Suspiró al sentir sus manos recorrerle la espalda hasta la cintura, donde reposaba su vestido. Con un ligero movimiento de muñeca, hizo que el vestido cayera a sus pies, dejando al descubierto su bragas de encaje y sus largas piernas. En la ventana vio el reflejo de sus manos sobre la curva de sus caderas, y la tensión en el vértice de sus muslos aumentó.
—¿Te gusta lo que ves? —La voz de Pedro era un susurro en los oídos de Paula.
Paula tembló al sentir sus manos deslizarse hacia la parte delantera de su cuerpo. Con una mano acariciaba sus pechos, mientras la otra se deslizaba hacia abajo hasta apartar sus braguitas de encaje, dejando los rizos oscuros de su parte más íntima al descubierto.
—Síííí —siseó cuando él partió los pliegues de su carne, acariciando suavemente el húmedo núcleo de su feminidad. Una inusual sensación recorrió su cuerpo, haciendo que se rindiera totalmente a él.
—A mí también —dijo con la mirada fija en la imagen del cristal. El reflejo de Paula sólo sirvió para excitarlo más. Su piel color crema, sólo interrumpida por el rojo del encaje, y enmarcada por el oscuro traje negro de Pedro, no contribuía
precisamente a calmar su incontrolable deseo, que amenazaba con desbordarle de una manera que no había experimentado desde su adolescencia.
Se fijó en el rostro de Paula y notó, con gran placer, cómo le brillaban los ojos.
No por las lágrimas, sino por una intensa llamarada de la pasión.
Con el dedo, dibujó círculos alrededor de la carne que escondía el capullo de terminaciones nerviosas que sabía que harían que ella se desbordara. La respiración de Paula se aceleró, y sus pechos se tensaron aún más al sentir la presión. Su gemido de placer fue un regalo para los oídos. Pedro se sintió todo poderoso. Por primera vez en su vida se sintió como un hombre que todo lo tenía… bueno, no todo, reconoció al deslizar sus braguitas hacia abajo, dejando al descubierto los glúteos que, pegados a su cuerpo, le habían llevado al límite del autocontrol. Hizo que se inclinara hacia delante y apoyara las manos sobre el escritorio, y rápidamente se deshizo de sus pantalones. Se adelantó hasta rozar con la punta la entrada al núcleo de Paula, y se detuvo para sentir los pequeños temblores que estremecían su cuerpo hasta que no pudo contenerse más.
El gemido gutural que se escapó de su garganta al impulsar su cuerpo hacia delante era tan ajeno a él como la idea de hacer el amor con su asistente personal sobre la mesa de su oficina, y sin embargo, todo parecía perfectamente normal y natural en aquel momento y lugar.
Los músculos de Paula estaban tremendamente tensos, pero de alguna milagrosa manera, él tuvo la suficiente voluntad para contenerse y aguantar hasta sentir que ella se amoldaba a él y hasta que su instinto venció su sensibilidad. El cuerpo de Paula se tensó al sentir su miembro penetrarla completamente, mientras sus manos la rodeaban para acariciar de nuevo el clítoris. Los segundos hasta volver a acercarla al clímax fueron un tormento, hasta que, finalmente, el movimiento rítmico de los músculos interiores de Paula le llevó al éxtasis.
Agotado mental y físicamente, Pedro se desplomó sobre la espalda de Paula.
Poco a poco, empezó a tomar consciencia de su entorno, de la posición de sus cuerpos, del suave tacto de los glúteos de Paula contra su miembro, de sus puños cerrados bajo los dedos de sus manos, entre los que los había apresado contra la superficie del escritorio… su escritorio.
El lejano timbre del ascensor al llegar a la planta le devolvió el sentido. Alguien estaba afuera, en la oficina principal. De mala gana se apartó de Paula y se compuso antes de inclinarse a ayudar a Paula con su vestido, tendido a sus pies. Al ponerse las bragas, Pedro vio de refilón una mancha en la parte interior de sus muslos.
¿Sangre?
—Toma —dijo, sacando un pañuelo de su bolsillo—. Me parece que tienes la regla.
—No, no es la regla —dijo, poniéndose el vestido.
—¿Cómo dices?
—He dicho que no tengo la regla —Paula se estiró el vestido con manos temblorosas.
—Quieres decir que… —a Pedro le faltaron las palabras. ¿Era virgen? La agarró por la muñeca antes de que se alejara—. Paula, no puedes marcharte así. Tenemos que hablar.
Se oyó un golpecito en la puerta de la oficina.
—Creo que ya nos hemos dicho todo lo que había que decir por hoy. Feliz Navidad, señor Alfonso —sabía que no era muy buena forma de salir de la situación, pero en aquellos momentos no era capaz de pensar correctamente. Se liberó de su mano, y se acercó a la puerta para abrirla.
—¿Sí, Julieta? —Paula trató de mantener toda la compostura de que era capaz, nada fácil cuando su corazón todavía palpitaba como si de una carrera se tratara y sus piernas tenían la consistencia de la gelatina.
—Venía a recoger mis cosas, y creí oír algo en la oficina del señor Alfonso. No sabía que seguía aquí —balbuceó con mejillas ruborizadas y mirada nerviosa. Paula tan sólo esperaba que su propia vergüenza no fuera visible.
Pedro se había acercado, deteniéndose justo detrás de Paula, que se tensó al sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Un pequeño escalofrío de placer recorrió su cuerpo al recordar el musculoso cuerpo de Pedro tras ella, dentro de ella. Se esforzó por controlar el impulso de dejarse caer contra su cuerpo y revivir la experiencia.
—¿Eso es todo, Julieta? —preguntó Pedro.
—Sí, señor.
—Entonces, debería irse, ¿no cree?
—Sí, señor.
—Feliz Navidad, Julieta.
—Feliz Navidad a usted también, señor, y a ti, Paula.
—Gracias, Julieta. Felices fiestas —Paula reprimió una carcajada.
No podía creerse lo normal que sonaba su intercambio de palabras. En su interior, su corazón latía como loco, mientras que externamente parecía un témpano de hielo. Suspiró aliviada cuando su asistente les dedicó una débil sonrisa y les dejó.
Solos otra vez.
Paula se quedó plantada donde estaba hasta recuperar el sentido común, y entonces se dirigió hacia la puerta. Ya deseaba más de él de lo que podría pedir y tener jamás, y no podría detenerse en caso de lanzarse a él otra vez.
—No te vayas. No se ha acabado, Paula.
—Sí que se ha acabado —recogió la bolsa del traje y su bolso, y se dirigió al ascensor.
A cada paso que daba esperaba oír los pasos de Pedro sobre la moqueta tras ella, pero al entrar en el ascensor y darse la vuelta para apretar el botón de la planta baja, vio su silueta todavía en la puerta de la oficina, su rostro inescrutable.
Tras él, la oficina parecía normal, sin cambios. Según el reloj de la pared, había pasado media hora… ¿sólo media hora? Tenía la sensación de que había pasado toda una vida.
Paula sabía que no volvería a sentirse igual jamás. Y pasara lo que pasara después, siempre le acompañaría el recuerdo de aquella noche.
Las puertas del ascensor tardaron una eternidad en cerrarse, y cuando por fin empezaron a cerrarse, tuvo que ahogar un grito de alarma al ver colarse un brazo entre las puertas haciendo que se abrieran.
—¿Qué haces? —dijo con un tono agudo.
—Puede que se te haya pasado el detalle, pero no hemos usado protección. Tenemos que hablar. Además, ha sido tu primera vez, Paula. Por alguna razón, me has elegido a mí para esa primera vez, y ahora te debo el hacer de esta noche una noche memorable, y no una simple experiencia denigrante.
¿Denigrante? ¿Pensaba que había sido denigrante?
—No hace falta…
—Ahí es donde te equivocas, Paula. A mí sí me hace falta, y lo haré.
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