lunes, 25 de diciembre de 2017

CAPITULO 13




El deterioro que había sufrido Andrea a lo largo de las vacaciones era notable, y Paula se había visto obligada a pedir las vacaciones acumuladas para pasar todo el tiempo posible con ella. Le había costado un poco, pero finalmente Julieta había aceptado de buena gana adelantar su vuelta al trabajo para sustituirla.


El desgaste emocional que suponía mantener una actitud positiva todo el día por Andrea, dejaba a Paula totalmente exhausta al final del día, y ahora un leve pero persistente malestar de vientre era la causa de que sus visitas estuvieran restringidas hasta encontrarse mejor. Al principio se había asustado al pensar en la posibilidad de estar embarazada, pero el breve periodo que había tenido hacía dos semanas lo hacía imposible. Gracias a Dios.


De vuelta al trabajo pasado más de un mes, Paula se alegró de no tener nada urgente e importante que le quitara mucho tiempo. Arrastró los pies por el pasillo camino a su oficina. 


Observó que las flores de Pascua no habían sufrido por la falta de luz natural. Alguien las había estado regando durante su larga ausencia. Sí parecían algo descoloridas. 


Qué simbólico, pensó con cinismo, como ella. Había perdido peso y el apetito. No sabía cómo había contraído aquel microbio estomacal, pero tenía serias dudas sobre la eficiencia de su viejo frigorífico durante los veranos intensamente húmedos de Auckland, ya que la puerta no sellaba completamente al cerrarla. Esa combinación debía de haber causado estragos en la escasa comida que había conseguido ingerir.


Con sólo pensar en comida se le revolvía el estómago. Tomó un profundo suspiro y esperó a que se le pasaran las náuseas.


La flor de Pascua blanca no estaba. Suponía que el personal de limpieza la habría tirado al verla tirada sobre la moqueta. 


Aquel día de Navidad parecía tan lejano.


No había oído nada de Pedro. Había estado de vacaciones en la casa familiar de Coromandel durante las dos semanas posteriores a la Navidad y, en su ausencia, el departamento de recursos humanos se había ocupado de la petición de Paula de días adicionales de vacaciones. La había llamado una vez de vuelta en Auckland, pero no la había localizado. Paula se había pasado la mayor parte del tiempo en el
hospital. Sólo llegaba a casa tarde para dormir, y por la mañana temprano iba corriendo a tomar el autobús que la llevaba de nuevo junto a Andrea. Además, era lo que quería. 


Ni preocupaciones, ni complicaciones, ni recriminaciones que interfirieran luego con su capacidad en el trabajo para ganarse un sueldo muy necesitado.


—Buenos días, Paula —Pedro estaba en el marco de la puerta de su oficina.


—Buenos días, señor Alfonso —hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que había echado de menos la forma en que su nombre sonaba en sus labios. De lo mucho que le había echado de menos a él. Se puso a mirar los papeles en la bandeja de entrada en la esquina de su mesa. Oyó suspirar a Pedro tras ella.


—Creo que hemos superado la fase de señor Alfonso, ¿no te parece?


—Sí, señor, pero eso era el año pasado.


—¿Así que vamos a pretender que no ha pasado nada?


¿Eran imaginaciones suyas, o su voz aterciopelada se había tornado fría como el acero?


—Tuve un cumpleaños estupendo. Gracias —continuó esquivando su mirada.


No podía mirarle a los ojos, pues le dejaría ver demasiado. 


Vería lo mucho que el hacer el amor con él había significado para ella, lo mucho que le quería. Y no podía permitírselo, pues jamás podría pertenecer a su mundo, al igual que él jamás podría entender el suyo.


Había aprendido esa lección al ser acogida en una familia más adinerada que la mayoría. Siendo ya una adolescente con incipiente carácter, había despertado un interés especial en el hijo adolescente de sus cuidadores. Y no le creyeron cuando finalmente consiguió reunir el valor de contarle a su madre adoptiva las indeseadas atenciones que le dedicaba su hijo. Le dijeron a la asistente social que su comportamiento era grosero y que jamás encajaría con ellos, y que quizás estaría más cómoda con otra familia… en el otro extremo de la ciudad. Pero incluso olvidando el dolor del pasado, Andrea la necesitaba más que nunca, por lo que salir con Pedro Alfonso era un lujo que no podía permitirse en esos momentos.


El teléfono sonó.


—Oficina de Pedro Alfonso, le habla Holly.


—Paula, soy Miriam Sanders.


La administradora del hospital. El miedo sobrecogió a Paula, y sus dedos apretaron el auricular del teléfono.


—¿Sí?


—Mire, me resulta difícil decirle esto, pero las necesidades de Andrea han sido reevaluadas en vista de su reciente deterioro, y me temo que hemos tenido que revisar el coste de su cuidado.


Paula suspiró de alivio al no tratarse de las noticias que se había temido.


—¿Cuánto subirá? —Aguantó la respiración. Cuando le dijeron la cantidad, contuvo una exclamación.


—Así que, como verá, necesitamos alguna garantía de pago.


Paula hizo unos rápidos cálculos mentales. Con un poco de malabarismo, podría hacer frente al aumento.


—Sí, lo pagaré, ya veré cómo —colgó el teléfono.


—¿Algún problema? —La voz de Pedro la sobresaltó. Se había olvidado de que estaba allí, escuchando. ¿Cuánto había escuchado?


—No es nada de lo que no me pueda ocupar —empezó a sortear el correo sobre su escritorio con la mirada perdida, esperando que Pedro se diera la vuelta y volviera a su despacho.


El casi imperceptible sonido de la puerta le dio la respuesta que buscaba. Las letras de los sobres que tenía entre las manos empezaron a emborronarse, y Paula pestañeó para eliminar las lágrimas que amenazaban con derramarse. 


Desde que la salud de Andrea se había empezado a deteriorar, sus emociones habían estado muy alteradas. 


Paula trató de centrarse en su trabajo, un contrato particularmente delicado al que Pedro había hecho alteraciones. Se quedó trabajando en ello hasta tarde. Alfonso Enterprises esperaba poder cerrar el acuerdo públicamente, y ya había contactado con la prensa y las noticias hacía tiempo. Empezaron a dolerle cuello y cabeza tras tanto tiempo sin moverse del ordenador. Julieta le había llevado varias tazas de té, pero la mayoría de ellas se habían enfriado mientras sus dedos volaban sobre el teclado.


—Aquí tiene, señorita Chaves. No se ha tomado ningún descanso en todo el día, pensé que necesitaría comer algo.


Paula levantó la vista del puñado de papeles de su escritorio y sonrió a Julieta en agradecimiento, pero al percibir el olor de la ensalada de almejas ahumadas, una especialidad del restaurante de la planta baja, se le revolvió el estómago.


—Qué detalle. Gracias, Julieta —consiguió decir, tragándose el sabor ácido del reflujo—. ¿Me disculpas? Creo que necesito refrescarme un poco antes de comer.


—¿Estás bien? Te has puesto pálida.


—Sí, sí… estoy bien. Volveré en un minuto —dijo, esperando poder mantener el tipo hasta llegar al baño. Gracias a Dios estaba vacío. Paula cerró la puerta de un portazo y se dejó caer sobre las rodillas, agarrándose con las manos al retrete.


Con ojos llorosos y manos temblorosas, partió un trozo de papel higiénico para limpiarse la cara. Tenía que ver a un médico pronto, pues si no superaba aquello no podría visitar a Andrea. Por mucho que intentara ignorar el informe médico sobre los últimos avances, sabía que no tendría a su querida amiga por mucho tiempo. Pero la idea le resultaba insoportable, y no podía afrontarla en ese momento, de modo que dejó a un lado esos pensamientos. Se incorporó y se apoyó contra la puerta hasta que, finalmente, se le pasó el mareo.


Cuando Paula reapareció, Julieta ya había vuelto a su mesa. Sin mirar el contenido del plato, lo llevó a la cocina y lo tiró a la basura, cubriéndolo con algunas servilletas de papel. Volvió a su mesa para seguir trabajando e intentar encontrar el sentido de las palabras de la pantalla.


Pedro salió de su despacho y se sentó sobre su mesa.


—¿Estás bien? Julieta dijo hace un par de minutos que no parecías sentirte muy bien.


—Exagera, de verdad. Estoy bien.


—En cualquier caso, creo que deberías irte. Pareces agotada.


—Casi he terminado con el contrato. ¿Estás seguro de que no me necesitarás?


—¿Necesitarte, Paula? —dijo con cierto cinismo en la voz.


—Bien, entonces me iré —recogió sus cosas rápidamente y apagó el ordenador.


—Antes de marcharte, ven a mi despacho —no esperó a su respuesta.




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