lunes, 25 de diciembre de 2017

CAPITULO 19





Un hombre de alta estatura y cabello plateado les esperaba en al jardín.


—Thomson, la señorita Chaves, que se quedará en mis aposentos.


—Por supuesto, señor. Llevaré las cosas de la señorita al dormitorio principal…


—No tengo equipaje —le interrumpió Paula, añadiendo en silencio: «No tengo nada. Ni posesiones, ni elección. Nada».


—Estoy seguro de que podernos atender sus necesidades por esta noche — Pedro le dedicó a Thompson una mirada que requería una respuesta afirmativa.


—Por supuesto —confirmó Thomson, sin ni siquiera un gesto de curiosidad o preocupación en su rostro—. He preparado unas bebidas en el patio para ustedes. La cena se servirá en unos quince minutos, si le parece bien, señor.


—Me parece bien, Thompson. Gracias —Pedro movió una de las sillas del patio—. Siéntate.


Fue más una orden que una invitación. Ella aceptó, y miró a su alrededor con aprensión. Había una piscina discretamente iluminada que despedía destellos turquesa a su izquierda y farolillos que iluminaban bloques de piedra a su alrededor.


Palmeras de clima subtropical y helechos formaban parte del paisaje del jardín, salpicado del tono rojo de begonias estratégicamente colocadas.


—El jardín es precioso —dijo Paula al aceptar una copa de burbujeante dorado.


Se llevó la copa a los labios y vaciló. ¿Podía beber alcohol? Dios, no sabía lo que se suponía que debía hacer. Aunque no quería tener un hijo y haría cualquier cosa para dar marcha atrás, el instinto detuvo su mano.


—No es alcohol, es zumo de uva con burbujas —Pedro sorbió de su copa, reclinándose en la silla—. ¿Te gusta la jardinería?


—Si tuviera tiempo, seguro que sí.


Pedro se mordió la lengua ante su respuesta. ¿Tiempo? 


Tendría tiempo más que suficiente en los meses venideros. 


Se aseguraría de ello. De repente, se dio cuenta de que, como su asistente personal, Paula básicamente había planeado su día a día y muchos de sus fines de semana en los últimos tres años, mientras que él poco sabía de ella. No sabía nada más que lo que hacía que sus ojos se tornaran oscuros y profundos de placer, y cómo su piel satinada se tornaba ardiente y rosácea. Su miembro se endureció en respuesta a los recuerdos, recuerdos que reprimió con repentina aversión por su propia reacción irrefrenable.


—A Thompson no le importará un poco de compañía en el jardín si quieres probar tu habilidad con las plantas —una sonrisa irónica se dibujó en sus labios, mientras ella lo miraba, airada.


—Dudo que una noche vaya a significar una gran diferencia para el señor Thompson.


El tenue sonido de unas suelas de goma sobre el suelo de pizarra anunció la vuelta de Thompson.


—Aquí viene nuestra cena. Seguro que ya estás lista para la cena.


—No tengo hambre —dijo ella con voz distante, reclinándose en la silla con las manos sobre su regazo.


—Tienes que comer algo.


—Puedo cuidarme yo sola, gracias.


—No sé de dónde te has sacado la idea de que puedes cuidar de ti misma. Mírate. Eres todo piel y huesos. Si sigues así, perjudicarás al bebé.


Paula se enderezó con expresión desafiante, poniendo las manos frente a ella sobre la mesa.


—Quizás eso sea cosa mía, ¿no crees?


Pedro se calló su respuesta, algo realmente difícil cuando todo lo que quería hacer era agarrarla y alimentarla a la fuerza. Pero si quería hacer peligrar a aquel bebé, sería sobre su cadáver. Tenía que probar una nueva estrategia. No había conseguido su reputación siendo obstinado e intratable. En silencio, sirvió una pequeña porción del humeante arroz blanco en un plato, añadió un poco de pollo al estilo tailandés, y lo puso delante de ella antes de servirse una ración más grande para él.


—¿Recuerdas cuándo fue la última vez que comiste algo? —tomó un pequeño bocado con su tenedor, y se lo puso delante de los labios—. Vamos, pruébalo. Está muy bueno.


Vio cómo aspiraba ligeramente el aroma de la comida, se mojaba los labios con la punta de la lengua y tragaba saliva. El ver el leve movimiento de los músculos de su cuello le trajo recuerdos de cuando había sentido el movimiento de esos músculos bajo sus labios y su lengua. Entonces, milagrosamente, abrió los labios y aceptó la comida que sostenía frente a ella. Volvió a dejar el tenedor sobre el plato, y la observó masticar metódicamente y tragar.


Paula agachó la cabeza, esquivando su mirada.


—Lo siento, tienes razón. La comida está deliciosa. Puedo hacerlo yo sola.


Comieron sin hablar, acompañados sólo por el suave sonido de las olas en la distancia, que acariciaban la plateada playa arenosa visible a sólo unos cientos de metros de distancia, y el chirrido de los grillos. Aromas embriagadores bañaban el aire de aquella noche de verano, el aroma del jazmín y el aroma salado del mar. En cualquier otra circunstancia aquello sería un hermoso y romántico paraíso.


Paula se terminó el plato que Pedro le había servido. Thompson fue a recoger los platos, y los sustituyó por dos platos con sendas porciones de un ligero y sabroso pastel de queso con fruta de la pasión, nata y salsa de mango. Paula devoró su ración. Satisfecha, se reclinó sobre el respaldo de la silla, y apenas pudo reprimir un bostezo.


—Estás cansada. Te enseñaré nuestra habitación.


Al oír su voz, Paula alzó sus ojos cansados para encontrarse con su mirada fija en ella. ¿Le había quitado la vista de encima una sola vez en toda la noche? Lo dudaba.


—No hemos discutido qué vamos a hacer con el… el… —no podía decir la palabra bebé en alto.


—No hay nada que discutir. Estás embarazada con mi bebé. Me aseguraré de que tengas los mejores cuidados posibles, y estaré ahí cuando nazca.


—¿Y si algo va mal? —Tenía que preguntar. En alguna parte había oído que uno de cada cuatro embarazos acababa en aborto. A lo mejor ella era uno de esos cuatro casos. 


Después de todo, no tenía ni idea de si había alguna anormalidad o predisposición genética que pudiera impedir un embarazo normal y saludable. Ni idea. Sintió un escalofrío.


—Haré todo lo posible para asegurarme de que nada vaya mal —Pedro se puso en pie—. Al igual que tú.


—¿Y cuando nazca el bebé? ¿Qué pasa si está enfermo o tiene algún defecto o anormalidad del que no sabías nada? ¿Lo querrás entonces? —su voz subió de tono al apoderarse de ella un miedo atroz a lo desconocido.


—La familia lo es todo para mí. Creo que sólo el peor de los padres no desearía o querría a un hijo, independientemente de lo perfecto o imperfecto que fuera.


—Algunos son así —como su madre, que abandonó a una niña perfectamente sana.


—¿Te refieres a ti? —Pedro se aflojó el nudo de la corbata—. No te preocupes, Paula. Yo estaré encantado de criar a mi hijo solo. Tengo suficiente amor que dar por los dos.


—¿Y yo qué?


—Buena pregunta —su expresión se endureció, y su voz se tornó gélida—. Serás libre para marcharte. Eso es lo que quieres, ¿no?


Libre para marcharse. No había tenido tiempo ni para pensar qué pasaría cuando naciera el niño. ¿Qué sabía ella de maternidad? Su propia madre apenas había sido un ejemplo a seguir. ¿Y la familia? Por lo que sabía, no tenía ninguna. 


La perspectiva de criar a un hijo la aterrorizaba. Tenía vagos recuerdos de una cara sonriente, el calor de unos brazos, fragmentos de una nana para ahuyentar los temores de la oscuridad de la noche. Pero los recuerdos eran tan pocos y efímeros, que podrían haber sido meramente una ilusión. En cuanto a su situación monetaria, incluso después de que muriera Andrea no sería fácil, pues los bebés costaban dinero. Para mantenerlo tendría que trabajar y dejarlo en un centro de día, con el consiguiente coste. Sería como abandonar a su bebé cada día, algo de lo que ella llevaba ocho años tratando de olvidarse. Pedro podía ofrecerle a ese niño todo lo que ella nunca había tenido, excepto a su madre. De repente, Paula comprendió lo que tenía que hacer.


—Supongo que todavía tengo mi trabajo en Alfonso, ¿no?


—Bueno, ya veremos —Pedro volvió a sentarse en la silla, y se frotó la barbilla—. ¿Por qué no recuperas las fuerzas primero y después hablamos?


—¿Y cómo se supone que he de mantenerme mientras tanto? Ya he agotado todas mis vacaciones y los días por enfermedad.


—Me aseguraré de que sigues recibiendo tu paga. Y naturalmente, preferiría que, hasta que nazca el niño, te quedaras aquí, y no en ese lugar en el que vives al que llamas casa. Tendrás todo lo que necesites.


Soltó una carcajada. ¿Qué sabía él de sus necesidades? Él lo tenía todo, una familia, una casa, un trabajo… Lo único que tenía ella era su orgullo y un montón de gastos, y su orgullo estaba a punto de desaparecer. Tenía que hablarle de Andrea para darle pena. Si no entendía por qué el dinero era tan importante para ella, entonces no sabía qué más podía hacer.


—Se trata de algo más que mi comodidad. ¿Has oído hablar de la enfermedad de Huntington?


—Algo —su rostro palideció—. ¿Quieres decir que eres portadora?


—No, ni siquiera tengo un historial médico al que poder echar un vistazo. Pero mi hermana, bueno, mi hermana de leche, Andrea, tiene esa enfermedad. Está en la última fase y requiere cuidado constante. Un cuidado muy caro. A eso es a lo que dedico mi dinero. No me puedo permitir perder mi trabajo. Tendría que trasladarla a un hospital público, y le prometí, cuando aún tenía capacidad de comprensión, que jamás permitiría que eso ocurriera. Es todo lo que tengo. No la defraudaré.


—Nunca me contaste esto. ¿Por qué?


—Es mi problema. Yo me ocupo de mis propios problemas como puedo — aspiró profundamente, llenando sus pulmones con los aromas que flotaban en el aire de la noche. Sabía que las siguientes palabras, sin duda, oscurecerían la opinión que Pedro tenía de ella. Pero tenía que mantener su promesa a Andrea como fuera—. Su enfermedad es incurable, pero hay cosas que pueden aliviarla. Cosas que yo no puedo costear. Aceptaré tener a este bebé con la condición de que después sigas pagándome para poder cubrir los costes de Andrea.


—Entiendo que quieras ayudar a Andrea, pero, Paula, podrías habérmelo dicho. No soy un monstruo.


—Bueno, como he dicho, me ocupo de mis propios problemas a mi manera. Y ya que hablamos de Andrea, si acepto quedarme aquí, tengo que ir a verla regularmente.


—Bien. Le encargaré a Thompson que te lleve a la ciudad en la lancha todos los días, siempre que el tiempo lo permita. Te seguiré pagando tu salario mientras estés aquí, y te haré un único pago por una cantidad fija de dinero una vez des a luz.
Dame los datos del hospital de Andrea y haré lo necesario para encargarme de las facturas.


Paula se sintió aliviada. Con su salario íntegro y libre de cargas podría empezar la investigación sobre su pasado que se había prometido realizar. Para cuando naciera el bebé, a lo mejor tenía suficientes ahorros para contratar a alguien para averiguar quién era ella en realidad, en lugar de dar palos de ciego buscando información en registros públicos.


—¿Entonces está todo a tu gusto? ¿Te quedas? —Pedro interrumpió sus pensamientos.


Ella dobló la servilleta con cuidado y la dejó sobre la mesa, asombrada de que los dedos no le temblaran.


—En realidad, hay una cosa más.


—¿Sólo una? —dijo con una sonrisa sarcástica.


—Quiero un contrato por escrito —Paula puso las manos sobre su regazo, apretando los dedos hasta que empezaron a entumecerse.


—¿Un contrato por tener a mi bebé? ¿Acaso crees que incumpliré mi parte del trato?


—Eso es —después de todo, su madre le había fallado a ella. Paula tenía que asegurarse como fuera de que aquel bebé tendría al menos un padre que pudiera cuidarle.


Él suspiró y cerró sus ojos brevemente antes de volver a abrirlos con una mirada airada.


—Un contrato para que tengas a mi bebé, y luego te vas.


¿Irse? Ni siquiera había tenido tiempo de pensar más allá del parto, pero si eso era lo que hacía falta…


—Sí —su voz tembló.


—¿Y no volverás a tener nada que ver con el bebé?


—Sí —dijo en apenas un susurro.


La expresión de Pedro se había llenado de completo y profundo disgusto. A lo mejor había ido demasiado lejos. Paula empezó a sentir remordimiento. ¿Acaso no se había rebajado al nivel de su madre? Sin miramientos, borró esa idea de su cabeza.


No era como su madre. No estaba abandonando a su bebé a lo desconocido. Pedro y su familia querrían y adorarían a aquel bebé de una forma desconocida para ella.


—Trato hecho —parecía como si hubiera envejecido veinte años en veinte minutos—. Haré que preparen el contrato de inmediato.


Paula miró al hombre al que, en secreto, había entregado su corazón, al hombre al que había entregado su inocencia, y vio a un extraño. Inclinó su cabeza en señal de aceptación, y se levantó de la silla. Con la barbilla alzada y toda la compostura que fue capaz de reunir, dijo:
—Ahora, si me disculpas, me gustaría irme a la cama.


—Sígueme.


En silencio, Paula siguió a Pedro. Entraron en una elegante habitación de techo arqueado, con paredes cubiertas de estanterías, una brillante mesa antigua sobre una alfombra de tono perlado, y todo tipo de moderno equipamiento, como fax y ordenador de pantalla plana. Sólo lo mejor adornaba su casa… en realidad toda su vida, pensó Paula. Al bebé no le faltaría de nada, y Andrea tendría lo mejor que el dinero de Pedro pudiera costear. Había tomado la decisión apropiada. Una vez cumplida su función, ella sobraría, pues pertenecía tanto a aquel ambiente como una mota de polvo a la inmaculada mesa pulida del comedor.


Apenas se fijó en el resto de la casa al atravesar un amplio pasillo enmoquetado hacia las escaleras que llevaban al segundo piso. El dormitorio principal, que incluía una sala de estar, daba a la piscina. Alguien, probablemente Thompson, había atenuado las luces del exterior, de modo que ahora sólo se veía el cielo cuajado de estrellas desde las ventanas sobre las que flotaban vaporosas cortinas con la imperceptible brisa marina.


El fuerte contraste entre su situación, con sólo la ropa que llevaba puesta, y la inmensa riqueza de Pedro, sólo hizo que aumentara la brecha en su mente. Su amor por Pedro parecía más vano todavía que antes. Aparte de darle un hijo, ¿qué más podía significar para él una vez terminado el embarazo? No tenían nada en común.


Ni su pasado, ni su educación, ni su posición.


La voz de Pedro interrumpió sus pensamientos.


—El baño está allí, y justo al lado, el armario —hizo un gesto, señalando las puertas corredizas del armario—. Podemos recoger tus cosas mañana. Thomson hará sitio en el armario. Descansa. Pareces estar agotada —se acercó a ella y le acarició la mejilla con un dedo, con una expresión indescifrable en los ojos. El pulso de Paula se disparó ante la ternura de su caricia—. Hablaremos por la mañana.


—¿No vienes a la cama?


—Tengo trabajo.


Paula vio a Pedro salir de la habitación, dejándola con una extraña sensación de soledad, hasta que recordó la razón por la que estaba allí. Toda esperanza de que él la quisiera se deshizo ante la cruda realidad. Era poco más que una incubadora para él.


La habitación enorme comparada con la habitación en que solía dormir, resultaba fría sin su presencia para llenar el vasto espacio. Se acercó a la ventana, y vio las luces de la ciudad en la distancia. A pesar de su cansancio, no podía apartarse de la ventana. Se sentía como si hubiera vivido toda una vida en un día. Se rodeó con los brazos en un intento de consolarse ante la impotencia que sentía en su interior.


Finalmente, no sabía exactamente cuánto tiempo después, se fue al baño. Sobre el tocador de mármol había productos femeninos y un albornoz blanco doblado, todo ello claramente dispuesto para su uso exclusivo. Se desvistió, dejando caer la ropa al suelo. No le importaba si tenía que ponerse la ropa arrugada al día siguiente. Ése era el menor de sus problemas en esos momentos. Miró hacia la bañera ovalada de hidromasaje, suficientemente grande para dos. 


Apartó de su mente la imagen de ella Pedro en la bañera, y trató de reprimir la ardiente corriente de deseo. Era una tontería soñar, o incluso imaginar que algo así pudiera ocurrir.


Paula abrió la puerta de cristal de la ducha y la encendió. Sin esperar a que el agua se calentara, se metió bajo la cascada de agua. Por fin, dejó salir la sensación de angustia que había acumulado desde el momento en que Carmen le había dicho que estaba embarazada. Los chorros de agua se llevaron sus lágrimas hasta que no pudo llorar más.


Cuando terminó de secarse y se envolvió en el albornoz, lo único que se le antojaba era la inconsciencia. No quería pensar más, ni sentir. Ya se enfrentaría a sus demonios al día siguiente.


En algún momento de la noche, un sonido interrumpió sus sueños. Pedro. Ella había dejado abiertas las cortinas para tener la sensación de contacto con la familiaridad de la ciudad que había dejado atrás. Ahora, podía ver el hermoso cuerpo de Pedro con claridad a la luz de la luna.


Paula cerró los ojos con fuerza. No podía soportar mirarlo y no poder tocarlo y acariciarlo. Sabía que sus deseos y esperanzas eran fútiles, pues no admitiría sus atenciones con gusto.


Aguantó la respiración al oírlo acercarse y meterse bajo las suaves sábanas ligeramente aromatizadas. Todos sus sentidos se pusieron en alerta cuando se deslizó hasta donde ella estaba hecha un ovillo en un extremo de la cama. Con un brazo, la rodeó y la atrajo hacia él hasta pegar su espalda, envuelta en el tejido del albornoz, a su pecho. Sintió cómo deshacía el nudo del cinturón y apartaba la tela del albornoz para acariciar su piel con la mano.


Sus pezones se endurecieron cuando sus dedos acariciaron la todavía inexistente curva de su vientre, como si acunara la nueva vida que crecía dentro de ella. Podía sentir que estaba excitado, podía sentir la presión de su erección contra sus nalgas. ¿Le haría el amor? ¿Sabía que estaba despierta? ¿Deseándolo? ¿Sintiendo su deseo? Todo lo que tenía que hacer era mover ligeramente sus caderas, y el
albornoz se abriría un poco más, permitiendo el contacto directo de sus cuerpos.


La mano en su vientre se detuvo. Sintió cómo su cuerpo se relajaba y su respiración se hacía más profunda. ¿Se había quedado dormido? No podía creérselo.


Su cuerpo estaba atormentado por el deseo, y él se había quedado dormido. Otra bofetada en la cara. Prueba clara de que su interés se limitada exclusivamente al bebé, y sólo al bebé.


Primero suavemente, y después con un poco más de fuerza, Paula intentó apartar el brazo de su cintura. Su respiración no se alteró, pero sintió los músculos de su cuerpo tensarse bajo sus dedos y apretarla más contra su cuerpo. No la iba a dejar apartarse. En realidad, su fuerza debería consolarla, pero en el fondo de su alma sabía que no era a ella a quien quería.






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