lunes, 25 de diciembre de 2017
CAPITULO 10
Cuando salieron hacia su casa para que pudiera cambiarse de ropa, iban más que retrasados. Al girar en la calle de Paula, Pedro consiguió esconder su sorpresa al ver la zona residencial tan desvencijada que Paula le había dado de mala gana como dirección. En unos años, las constructoras renovarían las viejas casas, pero por el momento ese futuro parecía a años luz.
—Puedes aparcar aquí —dijo Paula, señalando una entrada para coches.
Pedro notó que las pequeñas ventanas debían de dejar pasar poca luz natural.
No podía imaginarse cómo podía alguien vivir así. Estaba seguro de que Paula podía permitirse algo mejor.
—¿Desde cuándo eres dueña de esta casa?
—Estoy de alquiler.
¿Eligió vivir así? Pedro recordó la cantidad que le pagaba, una cantidad bastante por encima de la media. Le debería de permitir alquilar en una zona más favorecida. O al menos un lugar más seguro, pensó mientras echaba una mirada a la macro fiesta unas puertas más allá, donde a esas horas de la mañana varios borrachos ocupaban la calle.
—Será sólo un minuto.
—Voy contigo.
—De verdad, no pasa nada.
—No discutas conmigo, Paula. Sabes que no vas a convencerme.
Por dentro, la diminuta casa no era mucho mejor. El hecho de tener que encender las luces en plena mañana hablaba por sí sólo. Bombillas desnudas bañaban de luz los escasos muebles raídos de la cocina, una mesa de fórmica y dos sillas de tubos de metal y vinilo sobre un suelo de linóleo rajado.
—¿Son tuyos los muebles? —No pudo evitar preguntar.
—No, alquilo el piso amueblado. Siéntate. Voy a cambiarme.
No era asunto suyo, pero ¿qué demonios hacía con su dinero?
—¿No te pago suficiente?
—Me pagas muy bien —dijo, toda estirada, como si estuviera escondiendo algo que temiera que descubriera. Era un aspecto de ella que él no había visto antes, y no le gustaba un pelo.
—¿Y qué demonios haces con él? —Hizo un gesto con el brazo, señalando las miserables condiciones del piso.
—¿Estás satisfecho con cómo hago mi trabajo? —Le preguntó con voz fría, pero llena de ira contenida al mismo tiempo.
—Por supuesto, si no lo estuviera, lo sabrías.
—Me alegro de que esté claro, entonces. Porque ahí es donde esta conversación empieza y termina. Lo que haga con mi dinero, es asunto mío —y con eso, salió de la cocina y entró en lo que debía de ser su dormitorio. Oyó el repicar de las perchas del armario y el abrir y cerrar de cajones, como si tuviera la necesidad de descargar su ira de alguna forma.
Tenía razón. No le gustaba ni un pelo, pero no tenía derecho a presionarla. Ya habría modos de llegar al fondo de la cuestión. Pedro se metió las manos en los bolsillos y se columpió sobre los tacones de los zapatos, reticente a sentarse sobre el raído sofá frente a la pequeña televisión.
A través de las finas paredes de papel oyó aumentar el volumen de la fiesta y las voces, y también groserías y cristales rotos de botellas.
—¡Paula! —gritó—. Tenemos que irnos ya.
Reapareció en el marco de la puerta. Se había cambiado y se había puesto unos elegantes pantalones grises con sandalias a juego y una camisa de manga corta rosa fuerte que le daba a su rostro una luminosidad especial, disminuyendo las suaves sombras bajo sus ojos. Sombras que él mismo había provocado.
Pedro le guardó las espaldas impaciente mientras ella cerraba la puerta con llaves y cerrojo tranquilamente.
Probablemente una pérdida de tiempo, pensó Pedro, dado que tenía paneles de cristal que se podían romper fácilmente. Se apresuró a entrar al BMW y salió corriendo, haciendo chirriar las ruedas, con lo que se ganó un par de cortes de manga de la muchedumbre de la fiesta.
¿Por qué vivía en aquel lugar?, se preguntó de nuevo. ¿Tenía problemas económicos que chupaban su dinero? ¿O quizás algún vicio? Sabía muy poco de ella, pero fueran cuales fueran los secretos que escondía, los averiguaría.
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