lunes, 25 de diciembre de 2017

CAPITULO 4




Los niños no le dieron ni una razón para que se preocupara o se pusiera nervioso. Su excitación y sus chillidos de alegría inundaron la sala. La única que se puso de los nervios fue Paula. ¿Por qué demonios habría accedido a quedarse?


Sentado sobre su trono, Pedro subió a una niña sobre sus rodillas. La niña, de no más de tres o cuatro años, recorrió la sala con la mirada, y su labio inferior empezó a temblar.


A pesar del aire acondicionado, pequeñas gotas de sudor empezaron a formarse en la espinilla de Paula. Ligeramente mareada, se apoyó sobre la pared a sus espaldas. Respiró hondo, tratando de controlar el terror que la invadía, pero ya era demasiado tarde.


Una imagen nítida se proyectó en su mente. Era una niña, sentada en el regazo de Santa, escudriñando nerviosa la multitud en busca de su madre. Los nervios se fueron transformando en pavor, y el pavor en terror al no encontrar el rostro de su madre entre las masas en movimiento en el centro comercial. Las autoridades acudieron en cuanto averiguaron a qué se debían sus histéricos sollozos, pero no lo suficientemente rápido para poder encontrar a su madre entre la multitud de espectadores asombrados. Aquella sensación de abandono y pérdida seguía causando conmoción y resentimiento en Paula. Pero ya había dejado de tratar de entender qué clase de madre abandonaba a su suerte a su hija de tres años el día antes de Navidad.


Se esforzó en encontrar algo en lo que concentrarse para calmar los temores que los recuerdos reavivaban y recuperar el ritmo de su respiración. Ese algo resultó ser Pedro que, con infinita paciencia, señaló a los padres de la niña, consiguiendo que una sonrisa se dibujara en la expresión del pequeño rostro de preocupación.


Al abrir los puños, Paula sintió el cosquilleo de la sangre al volver a regar sus extremidades. Al otro lado de la sala, la niña saludaba sonriente a su madre. Y Pedro, en lugar de prestar atención a la niña que tenía sobre las rodillas, estaba
mirándola a ella directamente. Vio cómo sus labios, delineados por la esponjosa barba, pronunciaban las palabras:
—¿Estás bien?


¿Se había dado cuenta de su ataque de pánico? Le devolvió una débil sonrisa, acompañada de un leve movimiento afirmativo. Él siguió mirándola a los ojos un instante más, y luego volvió su atención hacia la niña que tenía a su cuidado, y le dio un regalo alegremente envuelto.


Así era como debían ser las cosas. Los niños debían poder recibir su regalo, tener la oportunidad de contarle a Santa sus más ardientes deseos para la mañana de Navidad, y contar con la continua presencia tranquilizadora de sus padres esperando no muy lejos.


Cuando el último paquete fue distribuido, llegó el momento de finalizar la fiesta infantil. Santa tenía otras obligaciones, y Paula apenas media hora entre la fiesta infantil y la de la empresa. Con un pequeño anuncio, dio fin a la celebración y, a juzgar por los aplausos tanto de niños como de padres, Pedro había sido todo un éxito. Cuando la gente empezó a salir de la sala, Paula se relajó, dejando salir la tensión de un día a pleno rendimiento, por no decir de todo un año. Ya sólo quedaba una fiesta más, y hasta el año próximo, se consoló.


—¿Qué ocurrió? —la voz de Pedro se filtró en sus pensamientos.


Suspiró profundamente antes de contestar.


—Creo que ha ido muy bien, ¿no? Los chicos le adoraban.


—Parecía que hubieras visto un fantasma.


Paula suspiró. La técnica de la evasión no funcionaría, pues la tenacidad era uno de los muchos talentos que habían ayudado a Pedro a convertirse en uno de los hombres más respetados internacionalmente en su campo. No se rendiría hasta quedar satisfecho con la respuesta.


—Sólo estaba recuperando el aliento. Organizar todo ha requerido un gran esfuerzo y trabajo —aseguró. Por un instante, pensó que lo había conseguido, hasta que su mirada se tornó desafiante.


—Me pareció algo más que eso. Creí que ibas a desplomarte.


—Oh, por Dios santo, no —Paula forzó una sonrisa.


—¿Ya te encuentras mejor? —insistió él.


—Sí, estoy bien.


—Has hecho un gran esfuerzo. Julieta te relevará el resto de la velada.


—No, estoy bien, de verdad.


—Ya lo veremos —dijo Pedro, dedicándole una severa mirada—. Vamos, será mejor que nos preparemos para el siguiente ataque.


—Vaya adelantándose. Me reuniré con usted arriba —lo observó mientras se alejaba. ¿Qué le había hecho fijarse en ella en aquel terrorífico momento de debilidad? ¿La habría visto alguien más? No debía haber accedido a quedarse.


Echó un rápido vistazo a su alrededor. Los empleados de la limpieza estaban ocupados transformando la fiesta infantil en una versión más sofisticada de una fantasía de Navidad. 


Había sido una idea genial conservar el mismo encantador tema infantil para la fiesta de la empresa, y una solución simple, dadas las limitaciones de tiempo. Ya no tenía nada más que hacer allí.


Arriba, en la oficina, Paula abrió el armario de los abrigos y descolgó una bolsa de la tintorería. Sólo tenía que cambiarse en el baño y retocarse el maquillaje. Se soltó el largo y espeso cabello y, mientras lo peinaba, estudió el reflejo de su imagen.


¿Cuánto tiempo hacía que no se había soltado el pelo, literalmente o en sentido figurado? Demasiado. Pero no se podía permitir perder el tiempo cuando tantas cosas dependían de ella. Volvió a recogerse el pelo en un moño a la altura de la nuca.


Satisfecha con el resultado, se puso un pintalabios rojo. La dependienta tenía razón, el color daba vida a su piel ligeramente aceitunada. Ella prefería colores más suaves y discretos, que no resaltaran la voluptuosidad de sus labios, pero sabía que para aquella velada necesitaba algo llamativo. Además, era su cumpleaños. Tenía derecho a estar guapa.


Un vistazo al reloj le recordó el poco tiempo que le quedaba. 


Paula se quitó el sombrío traje de oficina, y abrió la cremallera de la bolsa de la tintorería para sacar un vestido largo color carmesí. El cuello barco de la parte delantera del vestido sin mangas se convertía en un profundo corte en V en la espalda. Paula se quitó el sujetador, y lo metió en la bolsa antes de deslizar la brillante seda del vestido sobre su cuerpo. Al mirarse al espejo se preguntó si no se había pasado esa vez.


Normalmente alquilaba un vestido negro, pero algo de aquel vestido carmesí le había llamado la atención. Había vacilado por el precio, consciente de sus obligaciones financieras, pero no era que estuviera inundada de regalos de la familia
o de un amante, pues no tenía ninguna de las dos cosas. Así que, por una vez, se había dado el gusto de hacerse un regalo y darse el placer de llevarlo esa noche.


En cuanto salió del baño, oyó la voz de una mujer en el despacho de Pedro.


Habría reconocido la estridente voz de su ex mujer en cualquier lugar. Antes de su divorcio, toda la plantilla de secretarias había estado a su disposición para ayudarla
con su labor caritativa. Pero Carla Alfonso era ante todo exigente, y las chicas solían sortear quién acudiría a su oficina para recibir instrucciones. Paula rezó por que, fuera cual fuera la situación, se resolviera rápido.


Tan silenciosamente como pudo, volvió a meter sus cosas en el armario y, justo cuando se dio la vuelta para marcharse, oyó vibrar la voz llena de desprecio de Pedro, algo que Paula nunca había oído salir de sus labios.


—¿Entonces no lo niegas?


—¿Cómo te atreves a investigarme? ¡Esos informes eran privados!


—Todo tiene un precio, Carla. Por desgracia no descubrí el tuyo hasta que fue demasiado tarde. Puedes decirle al bribón de tu abogado que no recibirás ni un céntimo más de lo ya establecido. Jamás. Y ahora, quítate de mi vista.


—¡Encantada!


Ya era demasiado tarde para escapar, así que Paula enderezó los hombros para hacer frente a la ex señora Alfonso.


—¿Visitando los barrios bajos con tus empleadas esta noche, Pedro? —dijo Carla con sarcasmo al pasar junto a Paula. Le dirigió una rencorosa mirada, y añadió—: Sabía que estarías revoloteando por aquí, pero claro, olvidaba que no tienes a nadie esperándote en casa, ¿verdad?


Sin habla, Paula retrocedió y la dejó pasar, seguida por una estela de un caro perfume francés.


—Siento que hayas tenido que oír eso, Paula.


Con profundo suspiro para calmarse, Paula se dio la vuelta para mirarlo.


Pedro estaba de pie junto a la puerta de su despacho. Sus ojos brillaban de ira.


—No pasa nada, señor —alargó la mano para alcanzar su bolso de fiesta, metido en el cajón superior de su mesa de trabajo. Aunque los comentarios crueles como los de Carla tenían el poder de hacer daño, la experiencia había enseñado a Paula que no debía mostrarlo—. ¿Está listo para volver abajo?


Él soltó un suspiro lenta y controladamente.


—Sí, estoy listo —dio un paso hacia ella, y susurró—: Y parece que tú también —una fiera mirada de deseo brilló en sus ojos tan brevemente, que Paula se preguntó si realmente la habría interpretado correctamente—. Paula, estás… espectacular.


Mientras él la examinaba de arriba abajo, Paula casi se olvidó de respirar. Una cosa era ser objeto de unas cuantas palabras duras, y otra ser objeto de una mirada que acariciaba su cuerpo como un pañuelo de seda sobre la piel desnuda. Parecía como si la estuviera mirando a través de unas lentes diferentes, pero inmediatamente desechó la idea por absurda.


—Gracias, señor. Usted también está bastante espectacular —con su cabello y ojos negros, y un traje negro y camisa blanca con pajarita negra en el cuello, Pedro Alfonso parecía salido de una fantasía… su propia fantasía. Aquélla en la que estaban ante el altar y él prometía amarla y respetarla para siempre. «¡Basta!», Paula volvió a la realidad, le dio la espalda y empezó a caminar hacia la puerta para evitar decir o hacer alguna tontería. Sus emociones ya habían sufrido suficiente aquella velada, y su aspecto aquella noche, por no mencionar la forma en que la miraba, producía tal confusión en sus sentidos que no podía ni pensar.


—Un momento, Paula. ¿Vamos? —le ofreció el brazo y, sin vacilar, ella enganchó la mano a su codo, con los nervios cada vez más a flor de piel.


En el ascensor, sintió cierto alivio al quitarle la mano del brazo y apartarse un poco para presionar el botón para bajar al piso de abajo. Dejó caer la mano junto a su cuerpo, pero los fuertes dedos de Pedro enseguida la agarraron, volviendo a colocarla sobre su brazo.


—¿Señor Alfonso?


—Sígueme la corriente, Paula. Puede que necesite una bella mujer colgada del brazo esta noche —dijo con una sonrisa casi burlona.



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