lunes, 25 de diciembre de 2017
CAPITULO 27
Cuando Pedro volvió del trabajo al día siguiente, Paula no estaba esperándolo en el patio con un refresco. Incluso Thompson estaba desaparecido, en lugar de estar en la cocina dando los últimos retoques a la cena. Pedro dejó la cartera tras el escritorio de su despacho y se sentó en su silla. De repente, oyó un fuerte golpe que provenía del segundo piso, como si alguien se hubiera caído. Saltó de la silla y subió saltando los escalones de dos en dos.
—¡Paula! —gritó al llegar arriba con el corazón palpitando fuertemente en su pecho. Trató de convencerse de que sólo estaba preocupado por el bebé, pero tenía que ser sincero consigo mismo. Ya no era así—. ¡Paula! —Volvió a gritar, respirando con alivio cuando oyó su voz amortiguada.
Se apresuró hacia la habitación de la torre, la que había propuesto como cuarto para el bebé la noche anterior. La puerta estaba cerrada, y se oyó otro porrazo al otro lado de la puerta. Al asir con la mano el pomo de la puerta, oyó algo que no había oído antes. ¿Era posible que estuviera oyendo a Thompson reírse? Abrió la puerta abruptamente.
La alfombra estaba enrollada en un extremo de la habitación, y los pesados muebles de madera tallada de la habitación estaban todos cubiertos con sábanas y apilados en el centro de la habitación. Thompson, vestido con un mono holgado, estaba a gatas, lijando los rodapiés.
Paula, para su horror, estaba de pie sobre un andamio provisional con un raspador en una mano, y haciendo equilibrios sobre una plancha que, a sus ojos, parecía demasiado estrecha. Se dio la vuelta para mirarlo, perdiendo con ello el equilibrio y haciendo que la estrecha placa cayera al suelo. Pedro se lanzó a agarrarla en sus brazos antes de llegar al suelo. Parecía como si el corazón se le fuera a salir del pecho.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó. Un sentimiento de ira reemplazó rápidamente el miedo que había sentido al ver a Paula perder el equilibrio.
Ella se liberó y se alejó de él. Tenía las mejillas sonrojadas y sus ojos chispeantes. Un mechón de pelo se le había salido de la coleta, y tenía una mancha de pintura en la frente.
Pedro se la limpió con una mano mientras veía, por la
expresión de su cara, que se ponía a la defensiva.
—¿Qué quieres decir? Tienes ojos, ¿no? —Se giró y, desafiante, volvió a poner la plancha en su sitio y se subió—. Estamos preparando la habitación del niño.
—Ya no —Pedro dio un paso adelante y la bajó del andamio—. Es demasiado peligroso.
—Oh, no seas ridículo. Si no hubieras entrado de esa manera y no me hubieras asustado, no me habría caído. Además, Edgardo está conmigo.
—¿Edgardo? —¿Quería decir Thompson?
—Sí, señor. Me ofrecí a empapelar las paredes, pero debido a mi hombro, la señorita Chaves insistió en hacerlo —Thomson se puso en pie mientras hablaba, sacudiéndose el polvo de encima.
No sabía que Thompson tuviera un problema con el hombro. ¿Desde cuándo?
—Bueno, sea lo que sea que hayáis decidido hacer, se acaba ahora mismo. Llamaré a un contratista —le dio la vuelta a Paula para que lo mirara—. Y lo más arriesgado que vas a hacer de ahora en adelante es elegir el color de la pintura y las muestras de tela.
—Disculpen, creo que será mejor que me vaya a terminar la cena mientras discuten esto —Thompson pasó junto a la pareja y desapareció por el pasillo.
—No hay más que discutir —dijo Pedro. Se giró y salió airado de la habitación.
El rascador con empuñadura de madera le golpeó en la espalda, haciendo que se detuviera.
—¿Cómo te atreves a darme órdenes de esa manera?
Él se dio la vuelta, despacio.
—Me atrevo porque has puesto en peligro a mi bebé. El bebé por el que te estoy pagando. ¿Recuerdas?
—Decídete, por Dios Santo. Primero me dices que decore la habitación, y ahora que no puedo. Pues tengo novedades para ti, Pedro Alfonso, y son malas. Decoraré la habitación aunque muera en el intento. Me has quitado mi trabajo, mi casa… no me vas a quitar mi voluntad también.
—No es mi intención. Tan sólo quiero que el bebé esté seguro.
—Eso es todo lo qué significo para ti, ¿verdad? Una simple incubadora para tu bebé. ¿Y qué pasa conmigo? —Enfatizó cada una de sus palabras, clavando un dedo en el pecho de Pedro, haciendo que retrocediera un paso. Pedro le agarró la muñeca, antes de que pudiera seguir.
—¡Para, Paula, para!
—¡No! No quiero parar. No puedo vivir así, contigo dictándome lo que puedo y no puedo hacer. No veo el momento de irme de aquí, de alejarme de ti —los ojos se le llenaron de lágrimas.
A lo mejor había sido algo dictatorial, pero Paula no entendía lo que estaba en juego, o por qué aquel niño era tan importante para él. Pero se equivocaba, era más que una incubadora. Le había engatusado, abriéndose un hueco en su corazón. Para ser sincero, su primera preocupación había sido el potencial peligro para ella. Ni siquiera había pensado en el bebé al ver a Paula caer. No quería admitir que le importaba, por la consecuente vulnerabilidad a la que sería susceptible. Querer a su hijo no nato era simple. No podía haber mentiras entre ellos ni confianza traicionada.
Pero Paula era diferente.
Despacio, liberó sus manos y retrocedió un paso. Cualquier cosa que creara una barrera entre ellos era bienvenida, incluso siendo una corta distancia llena de aire.
—De acuerdo, lo admito. He reaccionado de forma exagerada. Pero lo de los contratistas va en serio. Los llamaré para que hagan lo básico —vio que ella se tensaba, y se apresuró a continuar antes de que ella lo interrumpiera—: Sólo lo más básico. El resto puedes hacerlo tú.
—Define resto.
—Cualquier cosa que puedas hacer sin correr peligro, sin tener que subir escaleras o a ese andamio que has montado. ¿Está claro?
—Sí.
Él se volvió para alejarse. El sol se reflejó sobre el borde de metal del raspador de papel de pared que había caído al suelo. Se agachó para recogerlo, y se volvió a mirar a Paula.
—Creo que esto es tuyo.
Sonrojada, tendió la mano para agarrarlo.
—Lo siento, yo también he reaccionado de forma exagerada.
En un principio, Pedro no soltó el raspador, a pesar de que ella lo estaba agarrando.
—¿Hacemos las paces?
—Sí —susurró ella con la mirada fija en el pedazo de alfombra entre ellos, como si le avergonzara mirarle a los ojos, y mordiéndose el labio inferior.
Pedro tiró suavemente del raspador, haciendo que Paula perdiera el equilibrio y cayera en sus brazos. La sorpresa hizo que dejara de morderse el labio, y Pedro vio cómo volvía el color a la suave membrana. Tenía que saborearla.
Inclinó la cabeza y la besó. Sabía a una mezcla de sal, polvo, y el dulce y especiado sabor suyo que siempre le dejaba anhelando más.
De mala gana, la soltó. Tenía que recordar que estaba lista para alejarse de su hijo sin mirar atrás. Un hombre no quería a una mujer así. Y no podía querer a Paula, porque no tenía sitio en su corazón para nadie más que su bebé.
Se dio la vuelta abruptamente, se aflojó la corbata y se desabrochó los botones de la camisa según entraba en el dormitorio. Había sido un día caótico en la oficina.
Julieta hacía muy bien su trabajo, pero no era Paula. Necesitaba comer y beber algo, y después, trabajar lo suficiente para caer rendido en la cama, inmune a la tentación de satisfacer el deseo que ella despertaba en él y de penetrar en su cuerpo.
En su profesión, había aprendido a reconocer las debilidades en todas sus formas y a identificar el talón de Aquiles de su oponente. Se había hecho un experto en utilizarlo para su beneficio. Pero ahora, de repente, había identificado una debilidad propia. Detestaba reconocer que se había tornado vulnerable a la única mujer que no podía amar.
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