lunes, 25 de diciembre de 2017
CAPITULO 11
Paula dio un portazo al salir del taxi, que aceleró rápidamente al alejarse por la calle llena de botellas rotas. El día había sido interminable.
La familia de Pedro había sido educada y amigable, especialmente sus dos hermanos. Pero Paula sintió como si la estuvieran juzgando todo el rato. Quizás pensaron que traería a alguien como Carla, sociable, abierta y enormemente segura.
Y ella se había comportado como un cuco en su nido. De nuevo. Aunque debía de estar ya acostumbrada a esas alturas, el dolor todavía podía doblegarla, pero era una experta ocultándolo en su interior, en el mismo lugar donde enterraría los recuerdos de las últimas veinticuatro horas.
No le había resultado tan difícil marcharse como había esperado. Le dijo a uno de los hermanos de Pedro que le dolía la cabeza y le pidió que expresara sus disculpas a todo el mundo. Por alguna estúpida razón había guardado la esperanza de que Pedro saliera tras ella, en su busca. No sabía por qué, pues se había pasado el día estratégicamente monopolizado por los otros invitados de su padre.
Seguramente ni se había dado cuenta de cuándo había abandonado la casa de Antonio Alfonso para tomar el taxi que apenas podía permitirse.
A lo mejor había aceptado que no pertenecía a su mundo. O a lo mejor simplemente se había hartado de ella, tras demostrar lo que fuera que quería demostrarle a su padre.
No sabía qué le dolía más.
Se dejó caer sobre la cama, la mitad de grande que la cama en la que había dormido la noche anterior. En el fondo, tenía que admitir que una pequeña parte de ella deseaba el final de Cenicienta, que un caballero de brillante armadura la llevara a su castillo para amarla hasta la eternidad. Pero recuperó el juicio. ¿Qué estaba pensando? Cuanto antes olvidara la noche pasada, mejor. Algo difícil cuando su cuerpo todavía sentía pequeños pinchazos que le recordaban el inusual ejercicio de la noche pasada. Sin embargo, después de haber visto a Pedro con su familia, una familia unida, se había dado cuenta de que jamás encajaría, puesto que no estaba dispuesta a ofrecer a Pedro lo que más quería, por lo que había observado ese día.
Hijos.
Llorar por las esquinas no cambiaría nada, así que Paula haría lo que mejor se le daba, seguir adelante con su vida. Lo primero era buscar la farmacia de guardia más cercana, y luego llamar para ver cómo estaba Andrea.
¡Bang bang, bang! Paula se sobresaltó al oír a alguien golpear su puerta. Con cierta aprensión, dado el tipo de barrio, miró por el pasillo hacia la puerta de entrada al piso.
Una inequívoca sombra se entreveía por los cristales ahumados de la puerta.
—Paula, abre. Sé que estás ahí.
Despacio y con reticencia, abrió el cerrojo de la puerta.
—Te marchaste sin despedirte —Pedro entró, haciendo que Paula se pegara a la pared para evitar el contacto físico, pues sus nervios no podían con más emociones—. ¿Estás bien? —preguntó, llevando una mano a la mejilla de Paula.
Ella apartó la cabeza. No podía soportar que la tocara de nuevo. Era fuerte, pero no tanto.
—Estoy bien. Pensaba que sería mejor que no hiciera una montaña de un grano de arena por marcharme —el corazón le latía con fuerza—. Mira, lo que hicimos anoche fue una locura. Yo estaba sensible porque era mi cumpleaños y tú… en fin, no sé por qué me deseabas, ni necesito saberlo. No nos compliquemos la vida dándole más importancia de la que tiene. Satisficimos nuestros deseos, eso es todo.
—¿Todo? —dijo con voz pausada y tranquila—. ¿Y si quiero más?
—¿Más? No puede haber más. Haría imposible trabajar juntos. La gente cotillearía… tu padre… ya sabes sus reglas sobre las relaciones dentro de la oficina — nerviosa, Paula trató de aferrarse a todas las razones que podía, algo nada fácil teniendo en cuenta que su cerebro estaba a punto de derretirse ante la ardiente mirada de aquellos ojos negros.
—¿Eso es todo? —dijo en tono duro y frío.
—Sí. Ambos somos lo suficientemente adultos para asumirlo, ¿no?
Pedro se quedó tieso como una estatua. Poco a poco, Paula vio cómo su ardiente mirada se helaba y apretaba los labios.
«Por favor, por favor, por favor», rogó ella en silencio, «¡vete! Vete antes de que cambie de opinión». Pedro apretó la
mandíbula para a continuación relajarla, como si hubiera estado a punto de decir algo y luego se hubiera arrepentido.
Al otro lado del pasillo empezó a sonar el teléfono, cortando como un cuchillo la espesa tensión que se había creado entre ellos. Una oleada de pavor la invadió. Las únicas llamadas que recibía eran del hospital de Andrea. Algo debía de ir mal para que llamaran en ese día.
—Tengo que contestar. Puedes irte —se volvió para ir a responder al teléfono, pero él alargó un brazo para agarrarla.
Hizo que se girara y, de repente, se encontró pegada a él.
—Sólo una cosa más —gruñó. Pedro la atrapó entre su cuerpo y la pared, presionando sus caderas contra las suyas. Un movimiento posesivo que no dejó duda alguna sobre su ira. Ella apoyó las palmas de sus manos contra la pared a sus espaldas para evitar el contacto con su cuerpo.
A pesar de sus intenciones, sin embargo, no pudo evitar responder al movimiento de su lengua, y abrió los labios.
Justo en el momento en que ella cedió, él se apartó y se dio la vuelta para marcharse.
Paula no pudo hacer otra cosa que observarlo, impotente, pero también agradecida de que se hubiera marchado antes de rendirse a él completamente y rogarle que se quedara.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario