lunes, 25 de diciembre de 2017
CAPITULO 29
Paula giró el coche suavemente en otra sinuosa curva. Tenía los nudillos blancos de apretar los dedos alrededor del volante.
Hacía años que no había conducido, y aquella carretera, desde luego, la estaba poniendo a prueba. Bajó los hombros aliviada al alcanzar un corto trecho recto de carretera. A la derecha, en la esquina de una intersección, había una tienda de artículos básicos y comida rápida. Debía de ser el lugar en que tenía que girar. Relajó los dedos y puso el intermitente a la derecha. Pronto dejó atrás la frondosa y verde arboleda, que dio paso a pastizales y alguna que otra casa.
La espalda le estaba matando de estar tanto tiempo sentada, pero tenía demasiado miedo de parar en la carretera y dar un paseo para estirar las piernas. Le había llevado tres horas descifrar el mapa y había tenido que retroceder unas cuantas veces, pero finalmente había llegado.
Sintió un cosquilleo en el estómago al dirigirse por la carretera principal hacia la playa. La carretera se curvaba hacia la izquierda. Había un antiguo puesto de vigilancia en la reserva a la derecha. Paula hizo una mueca al sentir un calambre en una pantorrilla. Tenía que parar y estirar las piernas si no quería quedarse lisiada.
Gracias a Dios, había llegado a su destino y había sitio más que suficiente para aparcar.
A pesar de ser un día soleado, soplaba un fresco viento marítimo.
Inconscientemente, comparó la larga playa que se extendía varios kilómetros de izquierda a derecha con la solitaria playa privada de Pedro. No se parecían en nada. Al igual que ella y Pedro, pensó.
El calambre estaba empeorando. Paula se apeó del coche, y se apoyó en él, estirando los músculos. A pesar de su retraimiento, Pedro se había propuesto masajearle las piernas antes de irse a la cama todas las noches tras descubrir que ayudaba a prevenir los dolorosos calambres que a veces la sacaban de la cama en mitad de la noche. Lo echaba de menos, pero eran mundos aparte, y siempre lo serían. Ella era hija de una adolescente drogadicta que vagaba por las calles, y él estaba acostumbrado a riquezas y privilegios. Una vez naciera el bebé, la abandonaría igual que a una camisa desgastada.
Paula miró a su alrededor, a la reserva y la playa que la bordeaba. El lugar era un mini paraíso incluso en esa época del año. En verano debía de ser magnífico. ¿Por qué se habría marchado su madre? Debía de ser una niña cuando se fue, no más de quince años.
Un grupo de adolescentes salió de la tienda del otro lado de la carretera, riendo y tonteando al cruzar para sentarse en una mesa de la reserva, donde empezaron a comerse las patatas envueltas en periódicos. ¿Habría hecho su madre las mismas cosas con sus amigos? ¿Habría hecho Paula lo mismo si hubiera podido criarse allí?
Era tan injusto. La habían privado de tantas cosas… de una niñez sin preocupaciones, de recuerdos felices, de la sensación de pertenencia.
El pisar el mismo suelo que su madre había pisado hizo que un remolino de preguntas acudiera a su mente. ¿Y si encontraba a su abuela y no quería tener nada que ver con ella? ¿Y si su madre había tenido buenas razones para marcharse? ¿Y si sufría otro rechazo más? Una parte de ella estaba tentada de volver a Auckland y devolver el coche.
Pero no podía marcharse ahora. Necesitaba saber por su propio bienestar.
Sólo necesitaba dar un paseo para aclararse la mente, calmarse y evitar la tentación de tomar el camino fácil. Encontrar la casa de su abuela no sería difícil. No había más de veinte casas a la derecha en la playa, y la foto de la casa que había encontrado en el informe era bastante clara.
Estaba segura de que la reconocería, ya fuera desde la playa o desde la carretera que transcurría paralela a la playa.
Paula agarró su bolsa del asiento delantero, quitó las llaves del coche y lo cerró con llave. Una vez en la playa, se quitó las zapatillas y los calcetines, y los metió en la bolsa. Los pies se le hundían en la suave y fresca arena. Más cerca de la orilla, donde el agua había dejado su rastro de algas y trozos de madera, la arena estaba más firme.
Con el sol poniéndose a sus espaldas, empezó a caminar a lo largo de la orilla, observando las casas una a una. A primera vista, parecía que las tradicionales casas de vacaciones estaban siendo sustituidas por casas palaciegas que podrían haber encajado perfectamente en los codiciados suburbios al este de Auckland. Paula identificó fácilmente la tradicional casa de su abuela. Al caminar hacia la franja de hierba que separaba la playa de las casas, le subió la adrenalina. Su corazón palpitó con fuerza cuando abrió con manos temblorosas la puerta del jardín de la casa. Ese lado de la casa estaba diseñado para disfrutar de las vistas de la playa, y las puertas estaban abiertas. Con decisión, avanzó hasta llegar al porche. Alzó la mano para tocar a la puerta.
Creyó oír un ruido en el interior y se le cortó la respiración, pero nadie acudió. Volvió a golpear la puerta.
—¿Hola? —Un hombre mayor se asomó desde el otro lado de la verja del jardín—. Si busca a Queenie, está de camino de la playa.
—Sí. Gracias.
—Tu cara me resulta conocida. ¿Nos conocemos?
Paula se quedó sin aliento.
—No, nunca he estado aquí antes —enseguida bajó las escaleras del porche y volvió a la playa para buscar con la mirada la silueta de quien, probablemente, era su único familiar vivo. De repente, vio caminar hacia ella a una mujer que era mayor que la de la foto del informe copiada del medallón, pero el parecido era inequívoco.
Incapaz de moverse, hablar o pensar si quiera, dejó caer los zapatos que llevaba en la mano.
—¿Hola? ¿Me buscabas?
«Más tiempo del que pudieras imaginar».
—Sí —dijo temblando, pero con una cálida sonrisa.
Al acercarse la mujer, su rostro desgastado por el sol, el viento y las penas palideció.
—¿Gisela? No puede ser…
Gisela, su madre. No le hacía falta más para tirarse a sus brazos, pero el temor a que la rechazara cuando identificara quién era hizo que se contuviera.
—Lo siento, querida, me he sobresaltado. Te pareces mucho a mi difunta hija. No te preocupes por una vieja carcamal como yo —volvió a sonreír a Paula—. Pareces cansada, querida. ¿Un largo camino? ¿Por qué no vienes y tomas algo conmigo? Soy Queenie Fleming, pero los jóvenes de por aquí me llaman Nana, si lo prefieres.
—Espera, por favor —puso una mano brevemente sobre el brazo de la mujer.
Le parecía irreal.
—¿Voy demasiado deprisa para ti, querida? Oh, mira, has dejado tu calzado en la arena. La marea se las llevará si te descuidas —retrocedió y recogió las zapatillas de Paula—. Ven. Podrás sentarte y tomar algo. Este viento es bien cortante, ¿verdad?
Sin vacilar, Nana enganchó su brazo alrededor de la cintura de Paula y la ayudó a caminar sobre la arena suelta hacia la vieja pero bien conservada casa, alrededor de la cual habían levantado casas más grandes y de moderno diseño arquitectónico.
—Lo llaman progreso, querida —dijo, señalando con un movimiento de mano su casa y las contiguas—. Yo lo llamo vergüenza.
—Lo entiendo. Es un lugar tan bonito.
—Llevo viviendo aquí más de sesenta años. Nací y crecí en la zona. Jamás imaginé que vería a mis vecinos convirtiéndose en gente de ciudad que vienen a pasar el fin de semana a la playa. En fin, hay una cosa que no se puede controlar, y es el tiempo. Cuando yo no esté, seguro que echan abajo esta casa y construyen otra en su lugar. No tengo familia a la que dejársela. Siéntate aquí, querida. Estarás cómoda en esta silla tan firme.
—Gracias —Paula se sentó en una amplia y cómoda silla de mimbre—. ¿Vives sola?
—Sí, sólo quedo yo. Por eso tendrás que consentir a una pobre vieja que no tiene mucha compañía. Tiendo a hablar demasiado cuando tengo la oportunidad de hablar. Mi marido, Ted, murió hace cinco años. Desde entonces esto está un poco solitario —guiñó un ojo y le dio unas palmaditas al vientre de Paula—. Tú no estarás sola por mucho tiempo. Pareces estar a punto de dar a luz en cualquier momento.
—Se supone que en tres semanas.
—Se te va a adelantar, recuerda lo que te digo. ¿Has pensado en nombres? — Nana puso a hervir agua en la tetera eléctrica, rebuscó en un armario y sacó dos tazas, y puso hojas de té en la tetera.
—No, todavía no.
—No te preocupes. Se te ocurrirá algo perfecto en el momento indicado. Mi Gisela sí que lo tenía claro. Y nada podía hacerla cambiar de opinión. Siempre dijo que si tenía una hija, la llamaría Paula —Queenie suspiró con tristeza—. Murió hará veinticuatro años estas Navidades. Todavía no entiendo qué hicimos mal.
—¿Mal? ¿Por qué?
—Éramos mayores cuando ella nació, y supongo que por eso la mimamos demasiado. Al menos Ted decía que yo lo hacía. Él se puso estricto con ella cuando empezó a salir con un joven gamberro de un poco más al norte. La familia era muy respetable, pero el chico, un sinvergüenza. Terminó sentando la cabeza unos años más tarde. En fin, Ted dejó claro que no le gustaba el joven Mateo y le prohibió verle.
Una noche poco más tarde, mi niña se escapó de casa. Iba a cumplir quince años.
Hicimos todo lo que pudimos para encontrarla, pero la policía dijo que algunos niños simplemente no querían ser encontrados. Nunca llegamos a descubrir qué hizo que se marchara. Le rompió el corazón a mi Ted. Jamás volvió a ser el mismo.
Paula se sintió desfallecer y tomó aire.
—Puede que yo lo sepa —la voz le tembló.
—¿Qué lo sabes? ¿Por qué ibas a saberlo? —Nana le dirigió a Paula una confusa sonrisa antes de volverse a retirar el agua hirviendo y llenar la tetera.
—Creo que sé por qué se fue —Paula apretó los dedos fuertemente alrededor de los bordes de la silla—. Soy Paula.
Lentamente, la sorpresa reemplazó la sonrisa en el rostro de la mujer. Su piel palideció y sus ojos se agrandaron de incredulidad. Debía haber sido más cuidadosa, pensó Paula, más considerada con los sentimientos de la anciana. Pero había esperado tanto tiempo, que un sólo segundo más le parecía una eternidad. Queenie se sentó con cuidado en una silla frente a Paula. Abrió y cerró la boca varias veces antes de poder decir una sola palabra.
—¿PPaula?
—Sí —la voz de Paula era apenas un susurro—. Creo que Gisela era mi madre.
Nana se llevó los dedos a la boca en un intento inútil de ahogar el gemido que se le escapó.
—¿Un bebé? ¿Tuvo un bebé? ¿Por eso huyó de casa? —las lágrimas empezaron a caer por sus ajadas mejillas—. ¿Pero cómo pudo hacerle frente sola? Dios mío, ¿por qué no nos lo dijo?
—No lo sé —dijo Paula, sacudiendo la cabeza—. De alguna forma se las apañó para cuidarme hasta que una Nochebuena, el día de mi tercer cumpleaños, me dejó en un lugar donde pudieran encontrarme y cuidarme. Supongo que no sabía qué otra cosa hacer. No recuerdo su rostro, pero recuerdo la melodía que solía cantarme — Paula empezó a tararear la canción que había cantado una y otra vez por las noches para ahuyentar el miedo, hasta que se dio cuenta de que nadie iba a acudir y enterró la melodía en sus recuerdos.
Paró cuando Nana se levantó abruptamente de la silla y salió de la habitación. Volvió segundos después con una caja de música en sus manos.
—Era de mi madre. A Gisela le encantaba —le dio cuerda. A Paula se le puso el vello de punta al oír la melodía. Su melodía. Cuando se acabó, se hizo el silencio.
Paula se levantó de la silla y se arrodilló, abrazando a su abuela por la cintura, con la cabeza sobre su regazo—. Pensé que nunca te encontraría —susurró entrecortadamente, cediendo finalmente a los años de soledad que, por fin, llegaban a su fin.
Su abuela acarició con dedos temblorosos los cabellos oscuros de Paula.
—Me alegro tanto de que lo hicieras, mi niña. Me alegro tanto —dijo, llena de emoción
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