lunes, 25 de diciembre de 2017
CAPITULO 25
Paula oyó las hélices del helicóptero. Pedro había llegado a casa. Ni siquiera le había oído marcharse a la oficina. Tras su sesión de pasión de la noche pasada, había dormido profundamente hasta la mañana. El descanso le había sentado muy bien, y no se sintió tan mal al levantarse, aunque la taza de té y las galletas saladas que había encontrado sobre su mesita de noche probablemente había ayudado también.
Se había pasado el día revisando las fotografías que Pedro le había traído y reviviendo los días felices en que Andrea y ella todavía podían reírse juntas. Había envuelto la mayoría de los marcos en papel de seda y los había guardado para cuando tuviera su propia casa. Sólo había una fotografía enmarcada bajo la lámpara sobre el armario junto a la cama, un feliz recuerdo de Andrea y ella, sonrientes, sanas y llenas de sueños, en la playa, antes de que se evidenciaran los síntomas de su enfermedad. Sería lo último que vería al acostarse y lo primero al levantarse.
El resto del día había estado paseando por los jardines y nadado en la piscina.
Hacía tanto tiempo que no había hecho ejercicio, que el ejercicio la había dejado sin fuerzas, y se había quedado dormida sobre una tumbona en el patio. Al despertar un par de horas después, vio que Thompson había colocado una sombrilla para protegerla del sol y una ligera manta de viaje de algodón que la protegía de la brisa marina que soplaba desde la playa.
Jamás en su vida se había podido permitir el lujo de no hacer nada. Aunque sin duda tenía su atractivo, y le estaba permitiendo recuperar sueño pendiente, sabía que en poco tiempo se aburriría hasta la locura. La casa era cosa de Thompson. Limpiaba y cocinaba. Ni siquiera había tenido que hacer la colada desde que había llegado.
Tenía que hablar con Pedro para que la dejara hacer algo que mantuviera su mente activa y alerta.
Pedro parecía cansado, pensó al verle bajar del helicóptero y dirigirse a la casa con la cartera golpeando sus piernas por el aire de las hélices. Aun así, hacía que se le acelerara el corazón. Lo de la noche anterior había saciado sus sentidos completamente, pero una sola mirada, y deseaba volver a quitarle las capas que transformaban a su amante en el distante y sofisticado abogado que era. Ignorando el cosquilleo en sus pechos y entre sus piernas, se acercó a él para darle la bienvenida.
—¿Un mal día? —preguntó, ofreciéndole un vaso de agua fresca con un toque de zumo de lima.
Parecía acalorado y preocupado, y se bebió el vaso de una vez, dejando una fina película de agua sobre sus labios. Le agarró el vaso vacío, intentando no mirarle a los labios y preguntarse cómo sabrían en ese momento.
—Gracias. Sí, podría decirse así. Tengo mucho trabajo que hacer para mañana. ¿Puedes decirle a Thompson que me sirva la cena en el despacho?
—Pero seguro que puedes parar un momento para comer. Necesitarás un descanso para no agotarte de todas formas.
—No me lo puedo permitir —cruzó el patio en dirección a la casa.
—¡Pedro!
Él se detuvo y se giró lentamente con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa, Paula? Te he dicho que tengo mucho trabajo. ¿No puede esperar?
Por un momento, Paula vaciló. Pocas personas se atrevían a presionarlo cuando tenía esa particular mirada. Pero ella sí. O se atrevía o enloquecería de aburrimiento.
—A lo mejor puedo ayudarte.
Su mano derecha se movía nerviosamente, señal de que estaba irritado.
—No. Tienes que descansar. Aún estás demasiado pálida.
—¿Descansar? Llevo descansando todo el día. Quiero hacer algo… necesito hacer algo, o me volveré loca.
—Lee un libro y ve a ver una película.
—Quiero ayudarte —no se enteraba, pensó con frustración. Tras pasarse todo el día dando vueltas cual alma perdida, había esperado su vuelta con ilusión ante la perspectiva de una interminable velada en su compañía.
—He dicho que no. Mira, si de verdad quieres hacer algo para ocupar tus días, elige una habitación arriba y transfórmala en una habitación para bebés. Lo necesitaremos. Quizás la habitación de la torre, ya que es la más cercana al dormitorio principal, y entonces la niñera puede ocupar la habitación contigua.
—¿Niñera? —La palabra le producía una reacción visceral que no deseaba descifrar.
—Para cuando te hayas ido, Paula—explicó Pedro con paciencia—. Necesitaré una niñera.
Se dio la vuelta, y entró en la casa. Paula se hundió en la silla a sus espaldas.
Oírle hablar de una niñera de esa manera tan fría la devolvió a la realidad.
Sucintamente, le había recordado que sólo estaba allí para concebir a su hijo. Ni esperaba, ni quería que se quedara.
¿Y para qué se iba a quedar? No tenía ni la menor idea de cómo ser madre. La suya la había abandonado, de modo que no tenía modelo a seguir. La sucesión de madres de acogida tampoco ayudaba. ¿Acaso esperaba desarrollar un arrollador instinto maternal de repente? Aunque así fuera, el riesgo de sufrir era demasiado grande. Ya lo había demostrado la pérdida de Andrea. Era mejor guardar sus sentimientos, visto lo que Pedro le había dado a cambio de su amor. Un corazón dolido, y ahora un niño del que no quería encariñarse y al que no quería amar, al igual que su madre no la había querido a ella.
De modo que Pedro quería una habitación para el bebé.
Pues se la proporcionaría, la mejor del planeta, igual que había sido la mejor asistente personal que jamás había tenido. Le demostraría que podía hacerlo y luego marcharse sin mirar atrás.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario