lunes, 25 de diciembre de 2017
CAPITULO 20
Pedro se arregló la corbata y se puso la chaqueta. El movimiento de las sábanas no había perturbado a Paula, que seguía tendida en la cama.
Hacía ya una semana desde que había puesto sobre la mesa sus exigentes demandas, reduciéndose a mera madre portadora de su bebé. Una semana desde que se había enterado de que iba a ser padre y había visto a la madre de su hijo firmar renunciando a su derecho natural. Le había repugnado verla hacerlo. Aquella noche, le había dado cientos de oportunidades para que definiera su papel en la vida de su bebé. Ella pareció incluso agradecida al aceptar los términos establecidos. Jamás pensó que renunciaría a todos sus derechos de esa manera, ni que estaría tan interesada por el dinero como lo había estado su ex mujer.
Tras descubrir que los problemas económicos de Paula se debían a sus obligaciones con Andrea, dejó de presionar tanto al investigador privado. De todas formas, la escasez de información resultaba frustrante. Era como si hubiera nacido a los quince años, edad a la que había sido acogida por la misma familia que había acogido a Andrea.
Pedro rozó levemente el hombro de Paula.
—Tenemos una cita con el tocólogo esta la mañana. Es hora de levantarse.
Paula se incorporó, desorientada. Enseguida, la expresión confusa de su rostro cambió y palideció. Ahogó un pequeño gemido de consternación tapándose la boca con los dedos, y se precipitó hacia el baño. Lo que había comenzado como náuseas de media tarde, ahora dominaba la mayor parte de su día. Todas las mañanas desde hacía cuatro días habían sido iguales, y Pedro no sabía qué hacer. Se sentía frustrado. Le molestaba sentirse tan inútil cuando estaba tan preocupado porque la nutrición de Paula fuera suficiente. Esperó hasta que la oyó enjuagándose la boca en
el lavabo unos minutos más tarde, y se acercó al baño.
—Tenemos que irnos en tres cuartos de hora. ¿Prefieres que te traigan el desayuno a la cama?
—Me sentiré mejor en un minuto o dos, y me vestiré —dijo, levantando la vista del grifo y dirigiéndole una mirada airada a través del reflejo en el espejo.
Él apartó rápidamente su mirada. Inclinada como estaba sobre el lavabo, el cuello del camisón de Paula quedaba abierto, mostrando sus cremosos senos colmados de un rosa oscuro. Su libido, atormentado por la cuarentena que se había impuesto, creció en su interior al recordar la noche, de la que hacía ya dos meses, en que había saboreado la dulzura intoxicante de su piel. Tenía que hacer algo, decir
algo, cualquier cosa menos quedarse ahí de pie, cual indefensa víctima del canto de sirena de su cuerpo.
Ella se tambaleó un poco, aferrándose con fuerza a la superficie de mármol del lavabo.
—¿Has visto suficiente por hoy? —preguntó amargamente, aferrada a la superficie de mármol del lavabo al sentir sus piernas tambalearse.
—Prepárate para marcharnos a tiempo —dijo Pedro secamente. Por insoportable que le resultara, no podía tocarla. Tenía que superar el incesante deseo que sentía, aunque le costara el último gramo de autocontrol que le quedaba. El mayor reto era abrazarla cada noche sin perder su autocontrol, lo cual estaba resultando ser una dulce tortura.
Pedro salió del dormitorio. El teléfono móvil sonó en su bolsillo, y frunció el ceño al ver el número que llamaba.
Investigaciones Euminides.
—Sí —ladró.
—Pensé que le gustaría saber que la señorita Chaves ha solicitado nuestros servicios.
—¿Cómo? ¿Qué clase de servicios?
—Idénticos a los suyos. Como el caso aún está abierto, no sabía si debíamos aceptarlo.
—Gracias por la información —Pedro reflexionó un minuto. ¿Por qué iba a querer Paula investigarse a sí misma?—. Siga adelante con la investigación y manténgame informado.
—¿Y qué hago con la señorita Chaves?
Si Pedro le decía que no aceptaran su petición, no lo harían, pero entonces probablemente buscaría a otro investigador, y quería averiguar por qué lo hacía.
—Siga adelante también, pero quiero ser el primero en saber lo que sea que encuentre, ¿de acuerdo?
—Entendido.
Pedro cerró el teléfono y se lo metió en el bolsillo.
—¿Un café, señor?
—Gracias, lo necesito. La señorita Chaves bajará en un momento. Está un poco indispuesta.
—Ah, sí, buenos días, señorita —Thompson miró por encima del hombro de Pedro con una educada sonrisa en su rostro—. ¿El usual té con tostada?
Paula estaba en la puerta, vestida con un traje que Pedro recordaba haber visto en la oficina. El azul oscuro, roto sólo por el color crema de su camisa, la hacía parecer más pálida. Se había recogido el pelo tan tirante, que probablemente la dejaría un dolor de cabeza cuando llegara a hora del almuerzo. Pero qué más daba eso mientras el bebé estuviera bien, eso era lo que importaba. Al menos eso era lo que se decía a sí mismo.
—Gracias, Thompson —dijo Paula, rodeando la pequeña mesa redonda en un intento de poner tanta distancia entre ella y Pedro como pudiera, dada la cálida disposición de la salita del desayuno con vistas sobre la bahía.
—¿Puedo sugerirle unas galletas saladas, señorita?
—¿Perdón?
—He estado leyendo un poco. Puede que el tomar una o dos galletas saladas nada más levantarse la alivien un poco. Pondré una lata junto a la cama para usted.
—Gracias —Paula parecía incómoda. Sus mejillas ligeramente ruborizadas.
Paula se tomó el té y la tostada, sorprendida de que parecieran no querer salir.
Llevó sus platos vacíos a la cocina con una sonrisa.
—Ha funcionado, gracias.
—Cuando esté lista para comer algo más, dígamelo, y me aseguraré de preparar algo especial para usted. Mi difunta esposa era todo un desafío cuando estaba embarazada.
Si no se equivocaba, había algo más que una sonrisa educada en su rostro. En lugar de la conducta distante y fría que había experimentado desde su llegada a la casa, distinguió un sentimiento de compasión en sus facciones. Había descubierto a un aliado en territorio hostil.
Pedro sacudió ruidosamente el periódico que estaba leyendo para llamar la atención.
—Cuando hayáis terminado de jugar a la familia feliz, tenemos que ponernos en camino —dijo con un tono gélido que irrumpió en la cocina.
—Voy a refrescarme y vuelvo en unos minutos. Tenemos tiempo de sobra — contestó Paula a la defensiva. Le enseñaría que no siempre tenía la última palabra.
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