lunes, 25 de diciembre de 2017

CAPITULO 6





Ya tenía agujetas en la cara por el esfuerzo de mantener una sonrisa permanente en sus labios. Pedro había permanecido a su lado toda la velada mientras charlaba y socializaba con sus compañeros, asegurándose de que constantemente tuviera una copa en la mano, y de que se mantuviera alejada de toda responsabilidad organizadora. Por una vez, supo lo que era tener a alguien ocupándose de ella, una sensación totalmente desconocida para ella.


Tomó un pequeño sorbo de vino. Apenas había bebido una copa entera en toda la noche. Y la tensión en su estómago tampoco le había permitido comer. La comida del bufé y de las bandejas que circulaban por la sala tenían un aspecto excelente, y se había asegurado de que hubiera comida de sobra, pero no consiguió tomarse un solo bocado.


Echó un vistazo al reloj de pared que había junto a la puerta, y aliviada dejó caer ligeramente sus hombros. La fiesta llegaría a su fin pronto. El señor Alfonso padre daría su tradicional discurso de fin de año, dando las gracias al equipo que, como era habitual, mantenía funcionando el negocio durante las tres semanas que la mayor parte de los empleados se iba de vacaciones, y deseando a todo el mundo unas felices fiestas.


Felices para aquéllos que tenían familia y amigos con los que compartir las fiestas navideñas. Paula empezó a sentir un incipiente dolor de cabeza. ¿Se daría cuenta Andrea de que al día siguiente sería Navidad? El personal de la residencia le había dicho a Paula que no fuera, que no le pasaría nada a su hermana por que ella pasara las fiestas con sus amigos por una vez. Pero Paula no tenía a nadie con quien deseara pasar el día más que con ella. Andrea era todo lo que tenía, la única conexión positiva con su pasado. 


Así que, a lo mejor llamaba de todas formas y le llevaba a
Andrea el nuevo camisón verde que le había comprado a conjunto con el color de sus ojos.


—Sonríe. Es Navidad, ¿recuerdas? No hay razón para estar tan triste —el cálido aliento de Pedro le acarició un lado del cuello con un sensual susurro. Un cosquilleo le recorrió el cuello y el cuero cabelludo.


—¿Lo parecía? —se volvió a mirarlo—. Estoy bien.


—¿Estás segura?


—Claro —respondió en su usual tono enérgico.


—Me alegra que te sientas mejor —Pedro le devolvió la sonrisa—. Ha vuelto tu habitual tono de voz. Vamos, suéltate el pelo y disfruta.


—Eso hago —oh, sonaba tan a la defensiva y remilgada. Se llevó la copa de vino a los labios, pero una mano la detuvo. 


Pedro se la quitó de entre los dedos.


—Trae, te traeré otra. Esta ya debe de estar caliente. Se supone que tienes que beberlo.


Ella sacudió ligeramente la cabeza, pero él la ignoró e hizo una señal a uno de los camareros que pasaba cerca de ellos para que les trajera una nueva copa. Paula rodeó el pie de la nueva copa con sus dedos y derramó un poco de vino.


—¿Seguro que estás bien, Paula? —Pedro se acercó, deslizando un brazo por su espalda—. Pareces algo temblorosa.


—Estoy bien. Un poco cansada, eso es todo. Si no le importa, me gustaría retirarme pronto.


—Buena idea —Pedro miró alrededor de la habitación—. Creo que ya hemos cumplido por esta noche. Marchémonos.


«¿Juntos?».


—No, en serio —protestó Paula—, quédese. Seguro que su padre…


—Me excusará. Me lo debe por el episodio de Santa. Sabe lo que siento respecto a los niños —aunque sonreía, había cierta dureza en su mirada. Y su cortés expresión desapareció y se transformó en una de desolación.


—¿No le gustan los niños? —Paula no pudo evitar el tono de sorpresa de su voz. Le había parecido tan natural y paciente con los pequeños.


—Al contrario. Mi padre sabe perfectamente lo que significan los niños para mí. Despidámonos —puso la mano de Paula en su brazo, y se dirigieron hacia donde su padre se encontraba, entre un puñado de amigotes. Paula sintió todos los ojos de la sala sobre ellos al caminar entre la multitud.


Si le gustaban los niños, ¿cuál era el problema con hacer de Santa? A no ser, pensó, que fuera un doloroso recordatorio de lo que no tenía. Quizás eso explicara su desgana, por no mencionar la irritación con su padre. Otra diferencia abismal entre ellos. Él quería niños, y ella no. «Así que no te hagas ideas falsas sobre su comportamiento de esta noche», pensó.


—Veo que os vais —Antonio Alfonso le lanzó una dura mirada a Pedro, que Paula interpretó como de amonestación. Observó el silencioso enfrentamiento entre padre e hijo, sin que ninguno diera su brazo a torcer. 


Paula sabía que Antonio Alfonso desaprobaba las relaciones entre los empleados. Y no conseguía entender por qué
Pedro trataba de dar la impresión a su padre de que se iban juntos.


—Sí, papá. Nos vamos —el ligero énfasis en la palabra nos hizo que su padre apretara los labios, mirando alternativamente a uno y a otro. Una sensación de inquietud recorrió el cuerpo de Paula de arriba abajo. ¿Acaso pensaba Antonio Alfonso que eran pareja? Tenía que quitarle esa idea de la cabeza de inmediato. Pero antes de poder rectificar nada, él se inclinó y le dio un beso estilo italiano en la mejilla. A pesar de los esfuerzos de su familia por adoptar las costumbres neozelandesas, era, y siempre sería, italiano hasta la médula de los huesos.


—Ha vuelto a hacer un trabajo excelente esta noche, Paula —dijo Pedro Alfonso con una sonrisa a medias.


—Ha sido un placer.


Él asintió, y se volvió a mirar a Pedro.


—Entonces, ¿te veo mañana por la mañana? Recuerda que mi prima Isabella y su hija también vienen.


—Por supuesto —Paula sintió tensarse el brazo de Pedro bajo la manga del traje.


—Bien —su padre se giró ligeramente, dando la conversación por terminada.


—Estaba pensando invitar a Paula. No te importa, ¿verdad? —Su padre lo miró con asombro, y él se volvió a mirar a Paula—. No tienes planes por la mañana, ¿verdad?


—Pero… —empezó a protestar.


—Estoy seguro de que Paula… —dijo Antonio Alfonso simultáneamente.


Pedro levantó una ceja dirigiéndose a Paula.


—¿Y bien?


—No quiero molestar.


—¿Entonces no tienes planes para mañana?


—No —su voz fue apenas un suspiro. Odiaba tener que admitirlo, y odiaba la simpatía que siempre generaba.


—Bien. Estaremos allí a las diez y media, papá.


¿Cuándo había decidido Pedro usarla como baza en su partida con su padre? ¿Y por qué? Aunque el padre de Pedro mostraba un buen control de su furia, su mirada era una mirada de hielo.


—No te retrases —dijo Antonio, reconociendo la astucia de su hijo.


—No.


Antes de que Paula pudiera analizar la animosidad velada entre padre e hijo, Pedro ya la estaba llevando hacia la puerta.


En el ascensor, Pedro soltó un suspiro y se apoyó contra la pared, cerrando brevemente los ojos. Estaba harto de seguirle el juego a su padre. Antonio Alfonso había intentado controlar a sus tres hijos en un momento u otro. La presión, cada vez menos perspicaz, ejercida por su padre para que superase lo de Carla y encontrara otra mujer con la que formar una familia ya había sido la gota que colmaba el vaso.


No iba a dejarse emparejar con otra prima lejana más. 


Especialmente aquella noche.


Por ello había decidido no seguirle el juego.


Pero no debía haber usado a Paula de esa manera. Había visto la sorpresa y confusión en la expresión de su padre. ¿Qué demonios estaba pensando? Las Navidades siempre habían sido unas fiestas familiares. La última mujer a la que había llevado era a Carla, su mujer, por lo que sabía que le iban a avasallar al día siguiente. Pero no importaba, a lo mejor incluso le contaba lo del nieto que jamás conocería.


Miró a Paula. Con la cabeza ligeramente inclinada mientras miraba los botones que se iluminaban en el panel del ascensor, dejaba al descubierto la esbelta curvatura de su cuello. Un cuello que cualquier hombre soñaría con besar y recorrer con la lengua.


Sintió el pulso en su ingle. ¿En qué demonios estaba pensando? Paula no era una potencial conquista que pudiera reavivar la llama de deseo que su mujer había apagado con sus decepciones. Pero por alguna razón, no podía apartar la mirada de su cuello, ni quitarse de la mente la fantasía que proyectaba en su mente.


Al abrirse las puertas del ascensor, ella salió delante de él. 


La piel de su espalda brillaba con una tonalidad que le hacía preguntarse si el resto del cuerpo tendría la misma tonalidad, y de nuevo sintió una corriente de deseo. De repente, la necesidad de averiguarlo resultaba imperativa.




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