lunes, 25 de diciembre de 2017

CAPITULO FINAL





Pedro estaba en la aduana del aeropuerto de Auckland, cuando le llegó el mensaje de Thompson del día anterior, cuando había descubierto que Paula había huido desde la consulta del tocólogo. No había tenido tiempo ni de enfadarse. Sólo estaba asustado. Tenía miedo de que le ocurriera algo a Paula. Oyó la voz de otro hombre en un segundo plano. Por fin, el médico. Pedro se apartó para dejar que se presentara a Paula.


—¿Cómo van los dolores?


—Fatal —respondió Paula con una débil sonrisa antes de cerrar los ojos ante otra contracción.


—Creo que ha llegado el momento de ponerte en la cama para examinarte.


Pedro y Queenie ayudaron a tumbar a Paula en la cama, mientras el médico desaparecía para lavarse las manos y ponerse los guantes. Una vez de vuelta, examinó a Paula y, con una sonrisa, dijo:
—Estás lista.


—¡Pedro! —gritó. En menos de un segundo, Pedro estaba a su lado, y ella le agarró la mano tan fuerte, que se le entumeció. Pero eso era lo de menos, comparado con el milagro del nacimiento de su hijo.


No podía decir si habían sido minutos u horas, pero la sensación al ver salir a su hijo del cuerpo de Paula batía toda descripción. El doctor puso al bebé sobre el vientre de Paula, y Pedro se acercó enseguida para acariciarlo. ¡Su hijo! Un regalo de la vida que nunca pensó que podría tener. 


Paula derramó unas lágrimas al mirar a su hijo, pero evitó tocarlo. Volteó la cara, pegando su mejilla al montón de almohadas apiladas tras ella, y cerró los ojos.


—Míralo, Paula. Es perfecto. Tenemos un hijo —dijo con voz emocionada.


—No, llévatelo —su voz temblaba.


—¿Qué? —¿la había oído correctamente?


—Llévatelo. Es tuyo. Ya tienes lo que querías. Llévatelo y vete —dijo en un áspero susurro—. Llévatelo antes de que no pueda soportar dejar que te lo lleves.


El médico y la abuela de Paula se miraron con preocupación.


—Pero bueno, niña. Ésa no es forma de hablar —le regañó su abuela con gentileza—. Míralo. Es precioso.


—No lo quiero. Por favor, lleváoslo —alzó la voz, y el doctor envolvió al niño en una mantita, dirigiéndole a Pedro una mirada confundida. Pedro asintió en respuesta.


—Sáquelo de la habitación. Tenemos que hablar.


El cuerpo de Paula tiritaba, y el médico la cubrió con mantas tras darle el bebé a Nana.


—No dejes que se enfríe. Está en estado de shock. Estaremos junto a la puerta.


Cuando cerraron la puerta a sus espaldas, Pedro se sentó con cuidado en la cama. Paula seguía con la cara contra las almohadas.


—¿Por qué no te lo llevas y te marchas? —Su voz, ahogada por las almohadas, le llegó al alma.


—No me puedo ir sin ti.


—No me necesitas. Ahora ya lo tienes a él. Es lo que querías, ¿no?


—¿De verdad pensabas que iba a agarrar al bebé, darte un cheque y marcharme? ¿Qué clase de hombre crees que soy? No se trata del bebé, Paula. Te quiero a ti, y no me voy a ir de aquí sin ti.


Ella se volvió para mirarlo con una mueca.


—¡No! No puedes hacerme esto. No puedes pedirme más. He hecho todo lo que me has pedido hasta ahora. Vete y déjame.


—Paula, no lo puedes abandonar de esta manera. No te hagas esto a ti misma. No se lo hagas nuestro bebé —a lo mejor funcionaba una táctica de shock, pensó, tratando de agarrarse a todo lo que podía para hacerla reaccionar—. He leído el informe sobre tu madre. Me lo mandaron por fax a los Estados Unidos. ¿No te has preguntado si murió de esa forma porque no podía soportar estar sin ti? ¿No has aprendido nada de su muerte? ¿No te das cuenta? Estás haciendo lo mismo que ella, sólo que ella era demasiado joven y estaba demasiado sola para saber que no tenía por qué ser así. Date una oportunidad. Dale a tu hijo una oportunidad.


—Cómo te atreves a decir eso. No tuvo elección. Yo he elegido —susurró, palideciendo—. Me compadezco de la mujer de la que te enamores, Pedro Alfonsoespero que nunca sepa lo cruel y mezquino que eres —apenas pudo distinguir sus palabras en medio de su llorera.


—Entonces compadécete a ti misma —replicó, tomándole una mano.


—¡No, no me mientas!


—Lo digo en serio, Paula. Te quiero —le retiró el pelo húmedo de la cara—. He sido un tonto. No te conté lo de la investigación porque no quería que tuvieras una excusa para irte. Quería que me desearas, que me necesitaras. Quería ser el hombre en tu vida, aunque traté de convencerme de lo contrario y te traté injustamente. No he sido capaz de reconocerlo hasta hace una semana. Quería hablar contigo antes de que llegara el bebé, pero no podía hacerlo por teléfono. ¿Cómo podía decirte que te quería estando a miles de kilómetros de distancia? Tienes toda la razón para no querer perdonarme.


Ella se quedó callada, taladrándole con la mirada. Pedro aguantó la mirada, conteniendo la respiración. 


La había echado de menos física y emocionalmente, de lo
que se había dado cuenta al llegar a los Estados Unidos. Se había sumergido en reuniones y negocios, pero ella no había abandonado su mente en ningún instante. Y en los momentos de tranquilidad, se había preguntado cómo habría sido su día, cómo se sentiría y si le echaba de menos igual que él a ella. Poco a poco, se había ido dando cuenta de que su incentivo para llegar a un acuerdo y volver a casa pronto no era el cercano nacimiento del niño, sino Paula. La deseaba como jamás había deseado a otra mujer. Se avergonzaba de haber tenido que irse a miles de kilómetros de distancia para reconocer que la quería. Y en aquel instante, nada de lo que había conseguido en su carrera o en su vida importaba si no podía convencerla de ello.


—¿Sabes por qué quería tanto tener este bebé? —dijo, agachando la cabeza hasta reposar su frente sobre la suya—. El día de tu cumpleaños descubrí que Carla había terminado su embarazo voluntariamente al principio de nuestro matrimonio. No es una excusa que justifique lo que he hecho, pero cuando tú te quedaste embarazada, vi otra oportunidad ante mí de reemplazar al bebé que ella había dejado morir. No podía dejar que otro hijo mío muriera así, y cuando mencionaste otras opciones en el despacho de Carmen, me enfurecí. Mis temores me hicieron convencerme de que eras como ella, y te hice pasar por meses infernales. En el fondo tenía que haber sabido que no lo eras, que nunca harías algo así.


—¿Abortó? —preguntó Paula, incrédula.


—Sin decirme nada. Y se sometió a una esterilización para asegurarse de que nunca volviera a ocurrir —Pedro se apartó un poco para mirarla a los ojos, aliviado de que la angustia hubiera empezado a desvanecerse y las lágrimas a secarse—. Paula, tienes razón, te he tratado como poco más que una incubadora. Al deshumanizarte no tenía que enfrentarme a mis propios sentimientos e insuficiencias. No pude ayudar a mi primer hijo, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para asegurarme de que no pasara otra vez. ¿Podrás perdonarme algún día? ¿Podrás amarme?


—¿Amarte? Siempre te he amado, Pedro Alfonso. Trabajar contigo y luego vivir contigo y saber que eras inalcanzable me estaba matando. Me sentía tan sola, tan poco deseada y querida. La noche en que hicimos el amor, lo estaba deseando tanto. Hacer el amor contigo me permitió imaginarme que también me deseabas.


—Paula, no hacía falta que te lo imaginaras. Te deseaba más de lo que he deseado a ninguna otra persona en mi vida. Eras tan real, tan generosa, tan hermosa.


—Y tan inapropiada para ti. Cuando te vi con tu familia al día siguiente, supe que jamás podría ser lo suficientemente buena para ti. No tenía ni un pasado ni una familia. Y en la fiesta de la oficina, quedó claro que te encantaban los niños, y yo no podía darte eso. Era imposible debido a mis miedos.


—Ya no hay nada imposible para nosotros. Te quiero, Paula Chaves. ¿Quieres casarte conmigo?


—No hace falta que te cases conmigo. ¿Qué diría tu padre? ¿Y tus hermanos?


—Me dirán que soy tonto por no haberme casado contigo antes de que nuestro hijo viniera al mundo. De hecho, apenas me hablan por lo molestos que están con mi comportamiento. Entonces, ¿tienes una contestación a mi pregunta, mi hermosa Paula?


—Nada me haría más feliz.


—¿Quieres presentarte otra vez a tu hombrecito? —Pedro hizo un gesto con la cabeza, señalando la puerta a través de la cual se oían los llantos del recién nacido—. Algo me dice que está deseando conocer a su mamá.


—¡Por favor! Tráemelo.


Pedro se levantó de la cama y abrió la puerta. Tendió los brazos para sostener a su bebé, lleno de alegría por tener a su adorable retoño en sus brazos. Con cuidado, se lo dio a Paula, y observó emocionado cómo le quitaba la mantita para mirar sus largos deditos y perfectas uñitas antes de achucharlo para darle un beso en la carita.


—Es perfecto, ¿verdad? —dijo con voz maravillada.


—Sí, y tú también. Gracias por el regalo.


—Mi pobre hombrecito necesita un nombre —dijo, mirándole con una sonrisa.


—Qué te parece André, por su tía.


—André —Paula probó a ver cómo sonaba el nombre—. Gracias. A Andrea le habría encantado.





1 comentario:

  1. Me encantó esta historia a pesar de las lágrimas que perdí en algunos momentos. Muy buena historia de navidad.

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