lunes, 25 de diciembre de 2017

CAPITULO 23





A donde quiera que fuera Paula, Pedro estaba allí. Por las noches, la abrazaba fuerte contra él y la acunaba mientras ella lloraba hasta quedarse dormida.


En medio de aquella neblina causada por la pérdida de su hermana, Paula sentía la silenciosa presencia de Pedro detrás de ella, actuando como escudo y soporte, lo que necesitara en cada momento. Asegurándose de que tenía de todo.


Todo menos a Andrea. Los funerales habían sido planeados con gran precisión.


Incluso Thompson había estado presente en el breve pero conmovedor funeral junto a la tumba, sumándose al escaso número de empleados del hospital que pudieron acudir, Paula y Pedro.


Paula vagaba sin rumbo por la casa de la isla. Subió al dormitorio y se enroscó en un sillón frente a la ventana que daba hacia el mar. Jamás pensó que volvería a sentirse tan abandonada de nuevo, pero el dolor y el sufrimiento continuaban. La enfermedad de Andrea la había consumido, pero no era nada comparado con el dolor que sentía ahora. 


Era mejor no amar, no desear ni necesitar a nadie. Era mejor que el bebé que llevaba dentro fuera de Pedro, no suyo.


—¿Paula?


Se volvió ante la inusual vacilación en la voz de Pedro


Llevaba una caja archivadora bajo el brazo. ¿No esperaría que se pusiera a trabajar ahora? Le había asegurado que podría retomar sus responsabilidades cuando se sintiera preparada, pero que mientras tanto, Julieta estaba haciendo un trabajo brillante.


—Pensé que te gustaría tener esto cerca. Puedes colgarlas por toda la casa, si lo deseas.


Puso la caja sobre su regazo. Dentro, envueltas en capas de papel de seda estaban las fotografías que habían adornado la habitación de Andrea, y que reflejaban la historia de su corta vida juntas. Lentamente, Paula sacó los cuadros uno a uno, y los puso sobre la mesita de café frente a ella.


—Gracias —susurró.


Pedro se metió las manos en los bolsillos de los pantalones, moviéndose intranquilo.


—¿Quieres hablar de ella?


—¿Qué hay que hablar? Se ha ido.


Él se puso en cuclillas frente a ella, quitándole el cuadro que tenía entre las manos para ponerlo en la mesa junto a los otros, y le rodeó las manos con las suyas.


El calor de su piel envolvió sus gélidas manos, calentándolas. Paula intentó apartarlas, pero él las asió con fuerza.


—Cuéntame —insistió. Odiaba verla así, tan vacía y despojada de fuego y de vida. Era como si hubiera renunciado a todo. Ya había hablado extensamente con el
tocólogo, preocupado por el efecto que su estado mental podía tener sobre el bebé y, a pesar de las palabras tranquilizadoras del especialista, sentía que tenía que hacer
algo para sacarla de ese bloque de hielo en el que se había encerrado. Sacó un pañuelo bordado de su bolsillo, y secó las lágrimas que Paula ni se había dado cuenta de que había derramado.


—Su nombre jamás figuró en la lista de contactos de la compañía en caso de emergencia. ¿Por qué?


Paula suspiró y reclinó la cabeza sobre el respaldo del sillón, retrocediendo mentalmente en el tiempo a la primera vez que vio a Andrea. Era tan injusto que, aparte de ella misma, no hubiera nadie que pudiera recordar cómo era Andrea antes de enfermar. A lo mejor, compartiendo una parte de su pasado, en lugar de guardárselo todo dentro, ayudaría a mantener viva a Andrea en la memoria de otra persona. Tomó un profundo suspiro tranquilizador.


—Tenía quince años cuando me acogieron los Haweras. Pensaba que serían como todos los demás, que estarían encantados de ayudar hasta que me metiera en más problemas de los que pudieran soportar, y que entonces se lavarían las manos. Pero no. No cesaron de sacarme de problema tras problema, hasta que Andrea, que llevaba con ellos un año, me dijo lo mucho que les dolía a todos, ella incluida, verme intentando destruirme. Jamás lo había visto desde el punto de vista de otra persona, pero ella me hizo creer que veía algo valioso en mí. Algo que valía la pena conservar. No importaba lo que les hiciera, siguieron a mi lado, hasta que finalmente me empezó a resultar más fácil complacerles que hacerles rabiar.


—¿Cuándo enfermó? —El médico del hospital le había explicado en qué consistía la enfermedad de Andrea y su insidiosa y lenta progresión. Se había quedado sorprendido al darse cuenta de la carga financiera y emocional que Paula
había llevado sola durante tanto tiempo. Reflejaba una parte de ella que había sospechado que se escondía tras la superficie retraída que mostraba al resto del mundo. Pero entonces, ¿por qué había renunciado a todos los derechos sobre el bebé?


Siendo alguien que se había aferrado tanto a la única persona que había correspondido su amor, ¿por qué iba a renunciar a la posibilidad de compartirlo con un hijo propio?


—Empezó a mostrar los primeros signos a los dieciséis. Pasó de ser una chica feliz y alegre a tener tremendos cambios de humor, y sus notas en el colegio empezaron a bajar. Al principio, pensé que era culpa mía por ser una mala influencia, o por no ser suficiente apoyo para ella. Pero entonces, nos dimos cuenta de que había algo más. Poco a poco, con los años, fuimos perdiéndola. Los Haweras hicieron lo que pudieron, aunque era más de lo que económicamente podían permitirse. Poco después de empezar yo a trabajar en Alfonso, ellos murieron en un
accidente de coche. A partir de ese momento, yo me encargué de todo lo relacionado con Andrea. Pero nunca era suficiente.


Paula se levantó y se quedó de pie frente a la ventana, mirando hacia el jardín que se extendía hasta la pequeña playa privada y la centelleante agua azul.


—¿Sabías que si tienes el gen de Huntington hay un cincuenta por ciento de posibilidades de transmitírselo a tus hijos?


—No, no lo sabía. ¿Es eso lo que te preocupa del bebé? ¿Crees que podrías ser portadora?


—No lo sé.


—Era tu hermana de leche, no de sangre. Probablemente esa enfermedad no exista en tu familia.


—Pero ése es el problema —se dio la vuelta para mirarlo con una mirada llena de dolor y miedo—. No lo sé. Si no es esa enfermedad, podría ser cualquier otra. ¿Tienes idea de la cantidad de defectos genéticos a los que se enfrenta la gente cada día? No tengo ni idea de dónde vengo. Ni siquiera conozco mi verdadero apellido. ¡Me aterroriza traer al mundo a un bebé tan sólo para verle sufrir como sufrió Andrea!


«Por eso inició su propio proceso de investigación». De repente, todo cobraba sentido. Estaban hablando de su bebé, de su propia sangre. La idea de traer a la vida a un niño y verlo morir lentamente sin poder hacer nada era ajena a él, pero terrible.


No le extrañaba que Paula tuviera tanto miedo y se opusiera tanto a tener hijos después de ver morir a su hermana.


—El bebé estará bien —dijo con decisión. El destino no podía arrancarle a otro niño. Se someterían a todas las pruebas posibles para asegurarse.


Para darle peso a sus palabras, Pedro se acercó y apoyó sus manos sobre el cuello de Paula con suavidad, acercándola a él hasta encontrarse cara a cara. Sus ojos todavía estaban empañados de lágrimas, y una línea surcaba su entrecejo. Él se inclinó y presionó sus labios contra el pliegue.


—No te preocupes —murmuró—. No os pasará nada a ninguno de los dos. Confía en mí.


—No puedes estar seguro de eso. Nadie puede —su voz tembló con incertidumbre.


—Siempre protejo lo que es mío —apoyó su frente en la suya, y deslizó una mano hasta su abdomen con suavidad—. Y esto es mío.


—Andrea era mi vida. ¿No lo entiendes? No sé cómo seguir sin ella. No puedo hacerlo —el dolor patente en su voz le llegó al corazón.


—Tienes que seguir adelante. Segundo a segundo… minuto a minuto… día a día. Estás viva y tienes una nueva vida creciendo en tu interior.


—No parece real… no quiero creer que sea real.


—Créelo, Paula. Tú, yo, el bebé… es muy real.


Las palabras no resultaban suficientes. Tenía que hacerla ver, sentir y comprender que distanciarse de aquel bebé era inútil. Inclinó la cabeza de nuevo para darle un beso en los labios. El deseo ardía en su interior como el fuego, y rodeó con sus brazos la cintura todavía delgada de Paula, atrayéndola hacia él hasta alinear su cuerpo con el suyo y sentir la suavidad de sus senos presionados contra él. Pero no era suficiente.


Paula sintió un estremecimiento cuando él la besó, y una sensación de triunfo la invadió al rodearlo con sus brazos y deslizar las manos por su espalda, clavándole los dedos en los hombros mientras él jugaba con su lengua.


Él intentó desabrochar torpemente los botones de su blusa para sentirla y saborear su cremosa suavidad sin barrera alguna. Una vez abierta la blusa, desabrochó el sujetador y lo empujó hacia arriba, gruñendo de placer cuando sintió el peso de sus senos en sus manos. Frotó sus pezones con las palmas de sus manos, y sintió cómo sus labios temblaban bajo los suyos.


Pedro la tomó en brazos y, en un par de pasos cortos, la tumbó sobre la cama.


Al colocarse con suavidad entre sus piernas, la falda que llevaba se desplazó hacia las caderas. Había leído que sus pechos podían estar más sensibles y que podía retraerse de sus caricias.


—Dime que pare si no te gusta —susurró con los labios pegados a uno de sus pezones.


Giró la lengua con suavidad alrededor de la aureola y luego sopló ligeramente.


Vio cómo se endurecía y la piel se le ponía de gallina. Volvió a repetir el mismo movimiento, primero cálido y húmedo, y después un aliento fresco y suave, que arrancaba de ella un sonido medio suspiro, medio súplica. Sonrió al pasar a centrar su atención en el otro pezón. Ella se retorció debajo de él, empujando sus caderas contra su erección, y creando en él una sensación de deseo tan intensa, que tuvo que esforzarse para controlarse y disminuir el ritmo.


Pero ella no le dejó disminuir el ritmo. Le agarró la cabeza con fuerza contra su pecho y apretó sus caderas contra él, ejerciendo cada vez más presión según él aumentaba la intensidad con que chupaba su dulce cuerpo, hasta que se arqueó con la cabeza echada hacia atrás en señal de súplica. Él presionó sus caderas contra las suyas, contra la humedad y el calor que emanaba del vértice de sus piernas.


Antes de perder el control se incorporó y, con gentileza, deslizó un pulgar por debajo de sus bragas hasta llegar a la suave protuberancia en la que su pulso latía acelerado. Dibujó un círculo con el pulgar a su alrededor, intensificando la presión al tiempo que deceleraba.


Recorrió de nuevo uno de sus pezones con la lengua antes de envolverlo entre sus labios y succionarlo. Sintió las contracciones musculares de su clímax hasta que, agotada, se desplomó sobre el colchón.


Dejando el pezón a un lado, empezó a recorrer con besos su torso hasta llegar al ombligo. Abrió la cremallera de la falda, y la deslizó por sus piernas. Le quitó las bragas, y dejó caer ambas prendas al suelo. Se arrodilló y se arrancó la camisa, haciendo que saltaran los botones con la urgencia de sentir el contacto de su piel. En cuestión de segundos, se había quitado toda la ropa.


Ella seguía tendida en la cama con los ojos vidriosos, pero no de lágrimas, sino de saciedad. La piel de su cuerpo, lleno de vida y de energía, estaba suavemente rosada. Pedro había abierto las puertas a los sentimientos, las sensaciones y el deseo, y Paula deseaba más, lo deseaba a él.


Vio cómo se arrancaba la ropa. Se incorporó y se puso de rodillas para descartar su blusa y el sujetador, dejando que resbalaran de la cama al suelo. Deslizó los dedos a través de su torso, observando cómo cada músculo se tensaba bajo la superficie de su piel morena con sus caricias.


Con las uñas, trazó círculos alrededor de sus pezones mientras lo miraba a los ojos. Sus brazos estaban rígidos a los lados de su cuerpo, y ella notó su esfuerzo por contenerse para permitir que ella continuara con su viaje a través de su cuerpo, descubriendo su cuerpo.


Paula abrió sus labios, y recorrió con la lengua primero el inferior, y luego el superior. Entonces, despacio, se inclinó hacia delante y los posó, calientes y húmedos, sobre él. 


Sintió su reacción en los temblores que luchaba por controlar.


Aprisionó sus puños con las manos mientras besaba sus pezones y dejaba un rastro húmedo con la lengua desde su pecho hasta debajo de su ombligo. Sintió una ola de poder, de energía, de vida. Con esfuerzo, se apartó y dejó caer una pierna sobre el borde de la cama. Apoyando su peso en ella, deslizó la otra pierna para apoyarla sobre la suave alfombra del suelo.


—Túmbate —le ordenó. ¿Era suya esa voz ronca y sensual?


Para su sorpresa, él obedeció sin rechistar, y ella volvió a encaramarse a la cama, poniendo una rodilla a cada lado de sus muslos. Vaciló un instante. Él lo notó, y la miró desafiante para que siguiera acariciándole, para que lo dominara como ella quisiera. Sin apartar su mirada de la suya, se arqueó y alzó los brazos para soltarse el pelo que seguía recogido. Su largo y sedoso cabello oscuro cayó en cascadas por su espalda, y se inclinó hacia delante dejando que los mechones acariciaran el interior de sus muslos y su erección. Agachando la cabeza, tomó un mechón de pelo y lo enrolló suavemente alrededor de su erección y, con cuidado, tiró hacia arriba observando, intrigada, cómo el pelo se estiraba alrededor de la cabeza antes de resbalar sobre la punta. Lo repitió, sintiéndose más excitada y sensual que nunca.


Una perla de humedad apareció en la punta de su erección. 


Sin pensarlo, dejándose llevar por puras sensaciones, bajó la cabeza y pasó la lengua brevemente por la punta. El sabor a él le causó una descarga por todo el cuerpo. Apenas podía creerse su atrevimiento, y menos todavía la contención de la que era capaz Pedro.


Entre sus piernas, las de Pedro vibraban con diminutos temblores. El hecho de que le permitiera aquella supremacía sobre él era un catalizador, y Paula volvió a bajar la cabeza, pero esa vez cerró sus labios sobre su erección, empezando a jugar con la lengua. Primero, sólo en la punta, y luego, más profundamente. Se sorprendió ante su audacia y poder.


—¡Basta! —exclamó él, tirando suavemente del pelo de Paula hacia atrás.


—¿Te he hecho daño? —preguntó ella, llena de remordimiento.


—No, pero me está matando el no estar dentro de ti —rodó sobre sí mismo, llevándose a Paula consigo y colocándola bajo su cuerpo—. Ábrete —dijo con voz tosca.


No tuvo que pedirlo dos veces. Paula separó las piernas y elevó las caderas, buscándolo. Cuando la penetró, se retiró suavemente, para volver a sumergirse a fondo. Saturaba su cuerpo con cada zambullida, y su mente, con sensación tras sensación. Abrió sus labios, apoderándose de su lengua e imitando el mismo ritmo y movimiento de su cuerpo. El nivel de intenso placer fue en aumento con cada zambullida, acumulándose y acumulándose hasta que Paula se arqueó contra él y se transformó en parte de él. En el punto de máxima satisfacción, Paula sintió cómo el cuerpo de Pedro se tensó y, con un impulso final, llegó a la cima y se desbordó dentro de su cuerpo. Temblando, se dejó caer sobre ella, entrando en el limbo resultado de su pasión. 

Paula no sabía que pudiera sentirse tan completa.


El sol de la tarde se filtró por la ventana, bañándolos con una luz dorada y secando el sudor de sus cuerpos. Pedro se movió ligeramente, quitando su peso de encima de Paula, y la arropó.


Se le ocurrió en ese momento a Paula que no haría nada contra la voluntad de Pedro, dijera lo que dijera, hiciera lo que hiciera. Lo amaba, y ahora, además, llevaba a su bebé dentro. Pero, en lugar del habitual temor que la idea de llevar a un bebé en sus entrañas le causaba, una sensación de calidez y asombro la invadió y, por primera vez, se permitió soñar y preguntarse: ¿Qué aspecto tendrá el bebé?


Se acurrucó junto a Pedro, deleitándose con el calor y la seguridad que irradiaba. No era tonta, sabía que no duraría. 


No podía. Pero, por el momento, podía permitirse pretender.


Se quedó dormida en sus brazos. Quizás, sólo quizás, podría sobrellevar el día de mañana, y el día de después.






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