lunes, 25 de diciembre de 2017
CAPITULO 30
A la mañana siguiente, Paula se despertó con el sonido de las gaviotas y las olas que rompían en la playa. Aunque había dormido profundamente, seguía sintiéndose cansada.
Después de la cena del día anterior, su abuela y ella caminaron al coche juntas, y lo aparcaron junto a la casa.
Luego hablaron hasta altas horas de la madrugada, completando las piezas de una vida de la que habían sido privadas. Pero a pesar ello, Paula no podía culpar a su madre. Era joven y había sido muy inocente al seguir un sueño por el amor de un chico que su padre no aprobaba. El que hubiera mantenido a Paula durante tanto tiempo era un milagro. Y ahora, por fin, Paula tenía un sitio al que pertenecer, alguien suyo a quien amar.
Nana, aunque no conseguía entender por qué su hija jamás pidió ayuda a su familia, estaba increíblemente contenta de que Paula estuviera con ella. Estaba tan ilusionada por el bebé que iba a nacer, que Paula no había tenido el valor de contarle la verdad. Pero tendría que hacerlo ese mismo día. Cuando, por fin, reunió el valor, los ojos de su abuela se llenaron de lágrimas de compasión.
—Pero tú amas a ese tal Pedro Alfonso, ¿no? —preguntó Nana con mirada confusa.
—Sí —no podía negárselo a la persona que se merecía su sinceridad más que nadie.
—¿Lo sabe?
—No, no se lo he dicho.
—Bueno, entonces, quizás deberías pensar en hacerlo.
—Si se lo dijera ahora, pensaría que lo hago para quedarme con el bebé —Paula bajó la mirada—. Yo no quería este bebé. Al menos hasta hace una semana. Con Andrea… y sin conocer a mi familia… tenía tanto miedo.
—Bueno, ahora ya la conoces, y no hay nada malo ente los nuestros, así que tienes que dejar pasar esos temores que no puedes controlar, querida. Tu bebé estará sano, ya lo verás.
—Es demasiado tarde —dijo sin emoción alguna
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo puede ser demasiado tarde? Míranos. Ayer no sabía ni que existías, pero te quiero como si hubiera sido parte de tu vida desde el día en que naciste —argumentó Queenie, apasionada.
—He firmado cediendo a Pedro la custodia. Según el acuerdo, ni siquiera lo veré después de nacer —su voz se quebró en un sollozo cuando la realidad, por fin, caló. Jamás vería a su bebé. Jamás formaría parte de su vida, ni oiría sus primeras palabras, ni vería sus primeros pasos, ni su primer día de colegio. ¿Qué había hecho?
Pensaba que no podía sufrir más de lo que ya había sufrido, pero sentía como si se le desgarrara el alma.
Queenie la abrazó.
—Oh, mi niña. Mi pobre niña. No te preocupes, encontraremos la solución. Ahora tienes una familia. Puede que sólo sea una persona, pero soy tuya, y nos enfrentaremos a esto juntas.
—Es inútil, Nana. El contrato es inquebrantable, se ha asegurado de eso. Es a lo que se dedica —Paula se apartó con cabeza y hombros gachos. La verdad, amarga y cruel ironía, era que quería aquel bebé más de lo que había querido cualquier otra cosa en toda su vida—. No hay nada que podamos hacer.
—Te equivocas, Paula. No puedes rendirte. No te dejaré. No has esperado todo este tiempo para ahora ser una cobarde. Por qué no sales y disfrutas del sol y paseas por la playa antes de que llegue la lluvia. Yo tengo que hacer unas llamadas.
—Te esperaré —Paula no quería quedarse sola con sus pensamientos.
—No, cariño, vete. Cuando termine de hacer esas llamadas, buscaré algunas fotos de Gisela que quizás quieras quedarte.
—Puedo quedarme y ayudarte.
—No, no, querida. Es algo que tengo que hacer yo sola. Ahora corre y ve antes de que empiece a llover. Mis viejos huesos nunca mienten.
De pronto Paula lo entendió. Al conocerla, Nana había conseguido, por fin, algunas respuestas que llevaba buscando desde hacía tiempo y, aunque ninguna de las dos conocería jamás la historia completa, para ella había llegado el momento de hacer las paces con su hija. Y para Paula, el momento de hacer las paces consigo misma y sus decisiones.
La marea estaba baja, y Paula estaba sorprendida por la anchura de la franja de arena firme y húmeda. Resultaba tonificante caminar sobre las caracolas cascadas bajo sus pies. Ojalá su espalda estuviera igual de bien. El persistente dolor del día anterior se había transformado en un fastidioso pinchazo. A lo mejor era por el pronóstico del tiempo, como le ocurría a su abuela. Sonrió suavemente al pensar que tenía una herencia familiar.
A lo lejos, vio una bandada de pájaros que rompía su formación. Sonrió al verlos dando vueltas en el cielo graznando airadamente por haber sido molestados.
Entonces, de repente, la sonrisa se desvaneció de sus labios. Un sonido familiar ahuyentaba a los pájaros en el cielo y sobrecogía desde el corazón de Paula hasta la planta de sus pies. La oscura figura de un helicóptero apareció tras las colinas al final de la playa.
—¡No! —gritó—. Todavía no. Es demasiado pronto.
Se dio la vuelta y empezó a avanzar penosamente por la arena, desesperada por llegar a la casa de su abuela, su santuario. Miró por encima del hombro y vio cómo el Agusta aterrizaba a corta distancia sobre la arena y una familiar silueta bajaba del mismo.
—¡Paula! ¡Espera!
—¡Nooo! —gritó—. Vete. No te quiero aquí. Déjame sola.
Pedro la alcanzó rápidamente y la detuvo.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—¿Cómo puedes preguntarme algo así? ¿Acaso me lo ibas a decir y me ibas a traer de vistita? Yo no lo creo. ¿Cómo pudiste ocultarme algo tan importante? ¡Tenía derecho a saberlo! ¡Oh! —oyó un suave estallido y un chorro de líquido se derramó entre sus piernas.
—¿Has roto aguas? —Pedro la sujetó en brazos—. No te preocupes. Te llevaré al helicóptero. Estaremos de vuelta en Auckland en menos que canta un gallo.
—¡No! ¡Bájame! —Paula se resistió, haciendo que la bajara—. ¡Ahhhh! —Paula le agarró los brazos y gritó al intensificarse el dolor de su espalda y extenderse por toda la cintura hasta su vientre, para luego aliviarse—. No voy a ir a ninguna parte.
—Paula, tenemos que irnos —por primera vez a ojos de Paula, Pedro no tenía el control de la situación. Su grito de dolor había impreso en sus ojos una mirada de terror.
—He esperado toda mi vida para llegar aquí. No me voy a marchar ahora.
—Ya puede ir trayendo a mi nieta de vuelta a la casa, joven —Queenie avanzó hacia ellos con expresión protectora en el rostro.
—¡Nana! Es demasiado pronto. ¿Y si algo va mal?
—Precisamente por eso —intervino Pedro—. Mira, podemos estar en el hospital en Auckland en media hora —Pedro apoyó las manos en las caderas de Paula y la miró directamente a los ojos—. Por favor, Paula. Deja que te lleve.
—No tienes por qué asustarte, cariño —dijo Nana—. Aquí han nacido muchos bebés —luego dirigió una severa mirada a Pedro—. Tráela a casa y haz algo útil. Llama al doctor de mi parte.
—Se viene conmigo a Auckland —Pedro miró alternativamente a una y otra mujer. Estaban hablando de su bebé, ¿y aquella mujer, bueno, la abuela de Paula, esperaba que dejara que Paula tuviera el bebé allí? Estaban locas.
—Ya viene otra vez —Paula volvió a aferrarse a los brazos de Pedro, respirando profundamente durante la contracción.
—No tiene mucho tiempo, señor Alfonso. Las mujeres de nuestra familia son bien rápidas pariendo.
En vista de su testimonio y la rapidez con la que Paula se había puesto de parto, Pedro ya no tenía más que decir. Volvió a levantar a Paula en sus brazos y siguió a su abuela.
Media hora después, volvía de la playa tras decirle al piloto que aterrizara en la zona verde más cercana hasta que lo llamara para llevar a Paula y al niño de vuelta a Auckland. Entró en la habitación de Paula.
—¿Dónde está el maldito doctor? Lo llamé hace siglos.
—No ha sido hace tanto —respondió Paula, con el pelo pegado a la cara por la sudoración—. Ya viene otra. ¡Ahhhh!
—Ven y frótale la espalda así —Nana agarró la mano de Pedro y la presionó contra la espalda de Paula—. No, así no, muchacho. Eso no la aliviará. Firme, así.
Por fin parecía estar haciendo algo bien. Paula estaba sentada en una silla de madera, dándole la espalda, con las piernas a los lados y los brazos apoyados en el respaldo.
Podía sentir cuándo su cuerpo se tensaba con cada espasmo. Y él era el responsable de lo que estaba pasando en esos momentos, y se sentía impotente. Tenía que haberla cuidado mucho más, pensó. Tenía que haber escuchado su voz interior cuando le insistía en que le diera amor.
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