lunes, 25 de diciembre de 2017

CAPITULO 28





Paula dio un paso atrás para admirar con orgullo la cortina que acababa de alisar. Había aprendido a coser y las había hecho ella misma, al igual que el cubrecama de la cuna, la canastilla y el ajuar del bebé, incluidas las sábanas.


Hacía siete meses, nunca se hubiera imaginado que pudiera convertirse en una persona tan casera, y mucho menos que pudiera decorar sola una habitación de niño entera. Una vez los contratistas terminaron de empapelar y pintar la habitación, Paula tuvo carta blanca para usar el diseñador que se le antojara para crear la habitación del niño. Pero, por alguna razón, el dejar una huella propia imborrable, un trocito de su corazón, se había hecho importante para ella.



Tomó la imagen enmarcada de la primera ecografía del bebé que Pedro había dejado sobre la cómoda, siguiendo con su dedo la diminuta forma en blanco y negro.


Todavía recordaba con nitidez el asombro en la cara de Pedro al ver por primera vez a su hijo, y el brillo de lágrimas en sus ojos. Hasta ese momento, ella no había tenido el valor de mirar a la pantalla, pero el amor que irradiaba de Pedro al ver a su bebé hizo que se girara para verlo ella misma.


Paula miró a su alrededor. No parecía haber tenido prisa por terminarla. Se había detenido en pequeños detalles que nadie excepto ella notaría. Pero el repentino viaje de Pedro a Estados Unidos hacía una semana fue el catalizador para que la terminara. Como reconociendo su duro trabajo, un piececito le dio una patada en las costillas. Paula se acarició la tripa.


Salió de la habitación y cerró la puerta con un suspiro. Salía de cuentas en tres semanas. El día en que tendría que marcharse de la isla y dejar a Pedro se acercaba con cada cruz en el calendario.


Pedro se perdería el chequeo médico del día siguiente. 


Hasta ahora, no se había perdido ni una visita médica. La había acompañado como una sombra en cada etapa del embarazo, haciendo que se sintiera segura y protegida. El bebé lo era todo para él. Pero ya había perdido la esperanza de que pudiera olvidarse por un momento de que llevaba a su bebé en su vientre, y de que la viera de nuevo como una mujer con deseos. Cada noche con él estaba llena de esperanzas de lo que podía ser, pero él nunca volvió a intentar tocarla, salvo para sentir los vigorosos golpes del bebé. Y ahora más que nunca, Paula se sentía increíble y desoladamente sola, vulnerable y asustada. Suspiró y acudió la cabeza. Debían de ser las hormonas, pensó. O eso, o se estaba volviendo loca, como había estado al pensar que podía ignorar la vida que crecía en su interior.


Las lágrimas hicieron que le escocieran los ojos. Sus pies estaban hinchados, su figura era inexistente, y sus cambios de humor impredecibles y frecuentes. Resultaba tan atractiva como un globo. No era de extrañar que Pedro no la deseara. Pero entonces no comprendía por qué seguía insistiendo en que durmieran juntos. A lo mejor haría bien en mudar sus cosas a la habitación de la niñera, aprovechando que estaba ausente, pero descartó la idea inmediatamente. No quería volver a dormir sin la sólida presencia de Pedro a sus espaldas.


El persistente timbre del teléfono en el piso de abajo interrumpió su miserable soliloquio. Esperó a que Thompson contestara, pero debía de estar ocupado en alguna parte de la casa. Ella no tenía ganas de hablar con nadie en ese momento, pero ¿y si era Pedro? Descolgó el auricular al mismo tiempo que Thompson, sin aliento, descolgaba el teléfono en la planta de abajo. Sabía que debía colgar, pero al oír identificarse al interlocutor como el investigador privado al que ella había contratado, decidió quedarse al teléfono, esperando a que preguntara por ella.


Una luz de esperanza se encendió en su interior al oír la voz. Por fin tenía alguna información. La investigación había estado paralizada por mucho tiempo.


Había poca información disponible aparte de la que ya conocía. Cómo podía una madre dar a luz, criar a su hija durante tres años y después desaparecer en un país del tamaño de Nueva Zelanda era incomprensible, pero por lo visto su madre lo había conseguido.


Cuando Paula colgó unos minutos más tarde, estaba temblando de ira. La llamada no era para ella, sino para Pedro. Para informarle de que un informe final estaba de camino por mar y, más importante todavía, contenía información urgente que Pedro había estado esperando. 


¿Pedro la había investigado, como hizo con Carla, su ex mujer? ¿Por qué? ¿Desde cuándo? Podía entender que quisiera conocer su pasado por el linaje del bebé, pero ¿hacerlo a sus espaldas? Y todo ese tiempo, el investigador había estado trabajando para los dos, e incluso se había negado a contestar sus repetidas peticiones para obtener más información.


Se sentía violada, ultrajada… y tremendamente decidida a conseguir el informe antes que él. Por primera vez en días, se alegraba de que Pedro no estuviera. De hecho, en esos momentos se preguntaba si querría volver a verle jamás.


Más tarde, en lugar de echarse la usual siesta, Paula se dedicó a esperar y observar desde la salita de estar del dormitorio el encuentro entre Thompson y el mensajero en el muelle. Thompson aceptó un gran sobre blanco. No era muy grueso.


Parecía mentira que su vida fuera tan insignificante como aquel único sobre.


Mientras Thompson volvía a la casa, ella bajó las escaleras y, silenciosamente, fue hasta la sala de estar. A continuación estaba el despacho de Pedro. Se escondió tras la puerta y oyó a Thompson entrar en el despacho de Pedro, una llave y el sonido de un cajón de madera abriéndose. Oyó a Thompson salir. Repasó mentalmente los sonidos que había oído… no había oído el sonido de la llave cerrando el cajón.


Por una fracción de segundo, pensó en cómo sería su vida ahora si no hubiera hecho el amor con Pedro aquella noche, o si lo hubiera hecho pero no se hubiera quedado embarazada. Estaría en su despacho, haciendo su trabajo mejor que nadie, y seguiría siendo su mano derecha, en lugar de alguien a quien aguantaba sólo el tiempo necesario. 


No era lo suficientemente buena para Pedro, y nunca lo sería.


El sonido de la puerta principal cerrándose llamó su atención. Thompson se iba a dar su paseo diario de las tardes, un paseo que sabía que le llevaría al menos media hora. Era su oportunidad.


Su corazón no dejó de palpitar mientras seguía los pasos de Thompson. Si volvía antes de lo normal, la vería fácilmente a través de los cristales de la puerta. Las manos le temblaban cuando abrió el cajón. Para su sorpresa, había dos sobres con la misma dirección. Trató de recordar lo que había visto desde la ventana. Estaba segura de que Thompson sólo había recibido un sobre, lo cual quería decir que Pedro ya tenía un informe anterior. Rápidamente, sacó los dos sobres y se los metió bajo la amplia camisa de manga larga que llevaba, antes de subir las escaleras.


En la habitación del niño, deslizó un dedo bajo la solapa del sobre que estaba abierto. Casi temía lo que había dentro, pero tenía que saberlo. Las manos le temblaron de manera incontrolable, y el corazón le latió con fuerza al volcar el sobre y desplegarse los papeles sobre la manta amarillo limón de la cama. Recogió las hojas escritas a máquina.


El informe era de inmediatamente después de Navidad, y detallaba sus movimientos financieros, incluidos los pagos regulares al hospital de Andrea.


Obviamente, había solicitado esa información antes de saber que estaba embarazada.


Paula dejó caer las hojas sobre la cama con disgusto. De repente, su preocupación por ella cuando murió Andrea, parecía increíblemente falsa. Sólo había una cosa en su mente, y era el bebé. En esos momentos, le odiaba con más fuerzas de lo que podía imaginar, y en su interior, su corazón se partió en mil pedazos.


Llena de ira, agarró el sobre sellado de la cama y lo abrió. 


Sus ojos escanearon las primeras páginas. No había nada que no supiera ya. Había informes de asistentes sociales que detallaban lo difícil que había sido encontrarle un hogar de acogida después del incidente con el hijo de los Mitchell. 


Pasó a la siguiente página y se le alteró el pulso al ver una copia enviada por fax de un informe policial del veintisiete de diciembre de hacía casi veinticuatro años. Tres días después de ser abandonada.


Se le oprimió el pecho, dificultando su respiración, y se sentó en la cama. Se obligó a seguir leyendo la descripción del oficial de policía del descubrimiento del cuerpo de la adolescente encontrada muerta por una sobredosis bajo un viaducto. La habían encontrado envuelta en un puñado de periódicos. Había una copia de baja resolución de la foto de la escena del crimen. La joven no debía de tener más de diecisiete o dieciocho años. Vaya desperdicio de vida. Al parecer, la joven llevaba un medallón que permitió localizar a su familia tras publicar la fotografía que había en su interior. 


Una familia de la que había escapado tres años y medio antes.


Con dedos temblorosos, Paula pasó página para seguir leyendo el informe.


Suponía que la joven difunta era la madre de Paula por los periódicos que envolvían el cuerpo, muchos de los cuales mostraban titulares sobre la niña abandonada en Nochebuena en un centro comercial del centro de la ciudad.


Paula miró de nuevo la fotografía. Podía distinguir vagamente los titulares a los que se refería. Un sentimiento de pérdida penetró en su pecho, y con ello una sensación de desesperación. Jamás podría conocer a su madre, ni preguntarle el millón y medio de preguntas que se había hecho de niña.


Aquella aflicción era diferente de la que había sentido con la muerte de Andrea.


La pena se intercalaba con sentimientos de frustración e ira hacia la mujer que se había quitado la vida dejando a Paula ante un futuro incierto. Sin embargo, la desolación de la joven era clara. Sola y envuelta en la evidencia de lo que probablemente había sido lo más difícil que había hecho en su vida. ¿Qué podía haberla llevado a tan solitaria muerte? Seguramente había acudido a los servicios sociales cuando nació Paula, ¿por qué no había pedido ayuda cuando vio que ya no podía hacer frente ella sola? ¿Cómo había caído en el mundo de las drogas?


Ya era demasiado tarde para encontrar las respuestas a esas preguntas. Tragó saliva, tratando de deshacer el nudo que tenía en la garganta. No iba a llorar otra vez.


Ya había derramado suficientes lágrimas para toda una vida y por su madre.


Continuó leyendo hasta terminar, y volvió a meter los papeles en el sobre. Un tímido rayo de esperanza surgió en su interior. Había una mujer llamada Queenie Fleming que vivía en un destino de vacaciones de la costa a media hora hacia el norte de Whangarei. Si las deducciones del investigador eran correctas, era la abuela de Paula. El único familiar vivo.


¿Cuánto tiempo habría ocultado Pedro toda aquella información?, se preguntó Paula. ¿Se lo habría contado alguna vez?


Tenía que conocer a Queenie Fleming, aunque sabía que Pedro jamás aprobaría tal encuentro. Por fin, el destino estaba de su lado, pensó. Con Pedro ausente, no tendría ningún problema para escaparse un rato después de la cita con el tocólogo del día siguiente. Podía sacar el dinero que se había ido acumulando en su cuenta bancaria durante los últimos meses y pagar en efectivo para alquilar un coche sin dejar rastro. Un estremecimiento de emoción le recorrió la espalda. Al día siguiente tenía una cita con su pasado.


—Parece cansada esta mañana, señorita. ¿Ha dormido bien?


—Algo intranquila —admitió con un bostezo.


Aceptó a regañadientes la taza de té que Thompson le ofreció, y se la llevó a la ventana para admirar la bahía en aquella mañana primaveral. La pasada noche había estado demasiado emocionada para dormir. Cuando el sol apareció en el horizonte, Paula ya estaba levantada y vestida, y revisó por última vez los pocos artículos personales y de tocador que había metido en su bolsa. Mientras esperaba junto al reloj-despertador a que pasara una hora, se preguntó cómo reaccionaría Pedro. Se quedaría lívido. Al marcharse estaría secuestrando a su hijo. Saldría en su busca en cuanto pudiera, razón por la cual había enrollado los informes, guardándolos en el fondo de la bolsa. Una vez descubriera que los tenía ella, no podría hacer nada para forzarla a volver. Con un poco de suerte, ganaría unos días. No tenía duda de que saldría en su busca, bueno, del bebé. Lo quería ya con una intensidad y determinación que ella envidiaba. Pero ¿cómo podía tener la certeza de que no se estaba exponiendo a un intenso sufrimiento?


Paula dejó la taza sobre la mesa del desayuno y se estiró. 


Llevaba varios días sintiéndose dolorida, y notaba al bebé más bajo de lo normal. Tendría que controlar lo que bebía o se pasaría el día parando para ir al baño de camino al norte. Y tenía que ser tan invisible como fuera posible. Cada parada sería una nueva huella que facilitaría su localización.


—¿La tostada de todos los días?


—Sí, por favor, pero me apetece algo más sustancioso. Me encantarían unos huevos revueltos —no sabía cuándo podría parar para comer.


Thompson disimuló bien su sorpresa. Desde los primeros días de su embarazo, cuando había sentido náuseas durante todo el día, no había sido capaz de comer nada más que una rebanada de pan y algo de fruta fresca para desayunar. Pero en lugar de hacer preguntas, simplemente sonrió.


—Enseguida. El helicóptero llegará a las nueve para recogerla. El señor Alfonso sentirá no haber venido.


—Estará ocupado. Seguro que habría vuelto ya si hubiera podido.


—Seguro. Está tan ilusionado con el bebé.


Ella no podía esperar a dar a luz, a pesar de haber prometido que se quedaría hasta después del nacimiento. 


Haciendo lo que estaba a punto de hacer, perdería la confianza de Pedro, y no habría vuelta atrás. Pero era un precio que estaba dispuesta a pagar.




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